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En Brasil, toda la convulsa situación política asociada a la presidenta Dilma Rousseff y su mentor político, Luiz Inácio Lula da Silva, por casos de irregularidades en las cuentas fiscales y actos de corrupción, respectivamente, hace que sorprendentemente cambien los escenarios en un santiamén. Me explico. Tan solo cuando hace poquísimos días muchos presagiaban que el Senado se alistaba para votar a mitad de esta semana si se iniciaba o no el juicio político a la presidenta Rousseff, luego de que una comisión en esa Cámara Alta recomendara proseguir con el camino hacia el denominado impeachment de la mandataria, acaba de suceder un hecho impensado, por lo menos para los detractores de Dilma, al anunciarse que el presidente interino de la Cámara de Diputados, Waldir Maranhao -ha reemplazado en el cargo al separado Eduardo Cunha, archienemigo de la presidenta y verdadero arquitecto de un juicio político para ella-, ha decidido anular todo lo actuado en esa instancia política del Congreso Nacional brasileño al considerar que la votación entre los diputados (367 de 513) que dio luz verde para pasar al Senado, tuvo sostenidos vicios que desnaturalizaron el verdadero sentido de la independencia de los sufragantes, los que habrían sido persuadidos en el objetivo de lograr a como dé lugar la ansiada defenestración de Rousseff. La consecuencia de esta medida es que detiene la esperada votación que hubiera apartado del cargo a la presidenta por un lapso no superior a los 180 días hasta que se resuelva en otra definitiva votación su destino final que para muchos sería la destitución.

La idea que ha sido soltada a la opinión pública por los seguidores de Dilma, entonces, es la venganza política contra ella; sin embargo, sus opositores, que podrían medirse en la otra mitad política del Brasil, sería que la presidenta se ha valido de su poder e influencia en un país atravesado por la corrupción y el escandaloso tráfico de influencias. Situación complicadísima en el gigante sudamericano.