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Una jovencita le dice a otra, respecto de una tercera: “Fulanita está que se regala”. Un extraño, ajeno al lenguaje coloquial local, no advierte que el malévolo comentario no tiene, sin embargo, nada que ver con el profundo significado de la función que tiene esta acción humana en la comunicación de las personas. La expresión vulgar de regalarse hoy expresa en ese caso que las amigas consideran que no se está dando su lugar, que se menosprecia y se ofrece fácil en su relación con otros. Lo paradójico es que la calidad de un regalo no radica precisamente en los objetos y su valor monetario, sino en el hecho de entregarse uno mismo en esa acción. Poco tienen que ver los regalos con el estrés de la gente en los centros comerciales, con el presupuesto millonario que le regalamos nosotros (de nuestros impuestos) a los congresistas, o con el sudor del disfrazado de Papá Noel, forrado en peluche bajo el ardiente sol. Tampoco es cierto en que un regalo es gratis y se entrega sin condicionamiento. No hay cosa más costosa que merecerse un regalo que contenga dentro de sí una enorme carga emocional de quien lo entrega. Y nada compromete más al regalado que haberlo recibido incondicionalmente. ¿Por qué tienen tanta importancia los regalos en Navidad? Porque representan la memoria histórica del momento en que el Señor es quien se entrega, se regala a sí mismo, es un regalo de amor. Siendo así tan caro y escaso el acto de regalar le hemos arranchado su valor propio para atribuírselo al valor del objeto. Si esto fuera cierto, el regalo de quien más tiene sería superior al valor del regalo de quien menos tiene, y todos sabemos que no es así, o que incluso hasta puede ser al revés. Por eso se dice, con tanta sabiduría, que no te fijes en lo que recibes envuelto en papel de regalo sino en las manos de quien te lo entrega.

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