De los 25 presidentes regionales, en el periodo 2010-2014, 20 están presos, prófugos o con sentencias por corrupción. El resto fue o está investigado o denunciado por el mismo delito, entre ellos el actual presidente de la República, Martín Vizcarra.

Eran tiempos en los que se les llamaba presidentes y no gobernadores. Se creían dueños de sus regiones y se empeñaban en no rendir cuentas a nadie. Asumían sus cargos presionados por la tiranía de su ego y de su angurria y priorizaban sus intereses por encima de los de la gente. La gran mayoría cayó en las tentaciones de “la plata llega sola”.

Según las revelaciones de algunos aspirantes a colaboradores eficaces, Martín Vizcarra estuvo vinculado a actos de corrupción cuando era presidente regional de Moquegua. Ante ello, la reacción del actual Jefe de Estado es la que cualquiera en el poder siempre hace. Se enoja, se muestra ofendido y luego intenta descalificar la información, arremetiendo incluso contra los que la publicaron. Una forma de responder que expresa muy poco.

Es evidente que la pasa mal el que le puso carácter y locuacidad a su tarea de “luchar contra la corrupción”. Está en problemas quien alguna vez se puso a tono con las demandas de la sociedad y pegó el grito de “vamos a derrotar a la corrupción”. Parece que esas palabras eran solo una propaganda y no un plan.

Generó ilusión y grandes adhesiones cuando anunciaba convertir al Perú en un país creíble y promisorio. Produjo entusiasmo cuando dejó en claro que el camino sería el de reparar la autoridad moral y la palabra.

Ahora solo le queda someterse a una exhaustiva investigación. El problema es que esta situación agrava la crisis que atraviesa el Perú, muy golpeado por la pandemia del coronavirus. Brota la desconfianza y esta nos perjudica seriamente. Un país no puede desarrollarse ni crecer sin confianza.