Romina era una niña preciosa, chiquitita, que tenía un futuro de convertirse en una muchachita como tantas. Romina tenía papás y abuelitos, y era una chiquita que despertaba al mundo en un medio de mucho amor.

Romina pasaba un día por un distrito residencial de Lima, acompañada de su familia.

Romina se encontró, por obra de la casualidad, con la cara más abyecta del Perú.

Romina así recibió un balazo, sin más explicación que el hecho de un robo más en esta desconcertada, insufrible e inhabitable ciudad.

Romina vio cambiada su vida en cuestión de segundos.

Romina sobrevivió, pero quedó cuadripléjica, con casi medio cuerpo muerto y condenada a una vida mitad humana, mitad máquina.

Romina fue llevada a Estados Unidos, donde se le aplicó un novedoso tratamiento que mejoró en algo su vida.

Romina, aun así, seguía sonriendo, en su interminable inocencia.

Romina no podría haberse convertido jamás en una señorita alegre, que baile en discotecas, que estudie una carrera y viva una experiencia de aprendizaje, que conozca el amor juvenil, que sea madre y que viva la experiencia de ver crecer a sus hijos.

Romina nos indignó en su padecimiento, los políticos lanzaron elocuentes y encendidos discursos, ganaron cámaras y reflectores, pero pasaron los años y las cosas empeoraron.

Romina murió esta semana.

Romina ya descansa en paz. Y nosotros deberíamos morirnos no solo de tristeza, sino de indignación, pero especialmente de vergüenza. De vergüenza porque no supimos protegerla. ¿Por qué? Porque como sociedad nos dejamos lavar el cerebro por el discurso maldito de que los únicos derechos humanos que valen son los de los delincuentes y no los de los inocentes que no se meten con nadie y solo quieren una vida en paz. Un discurso que nos ha dejado sin la capacidad viril de actuar como deben actuar las sociedades para hacerle frente a quienes desafían la tranquilidad social. Como lo hace cualquier sociedad medianamente civilizada. Desde Chile hasta Alemania o la lejana Singapur.

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