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Si algo hay que rescatar del hecho de que el tema Claudio Pizarro haya vuelto a ponerse en debate, quizá sea la certeza de que finalmente tenemos un equipo con todas sus letras. Esto, por supuesto, no quiere decir que seamos invencibles o que ganaremos el Mundial, en absoluto. Simplemente, los miembros de la selección confirmaron que son un grupo maduro, compacto e imperturbable.

A su vez, el hecho fue útil también para demostrarnos que buena parte de nosotros seguimos inmersos en la más absoluta decadencia. Centrando nuestras fuerzas en discusiones absurdas, en las disputas de siempre, de cuando a falta de cuatro fechas ya estábamos eliminados y dirigíamos nuestras energías carentes de gloria a la sinrazón.

Por un lado, está el equipo de Gareca, que solo aguarda el retorno del capitán que ellos identifican, que no creen que el Mundial sea territorio para homenajes ni sentidas despedidas, sino una oportunidad para consolidar un crecimiento sostenido y sentar las bases de un futuro que debe desmarcarse del pasado vergonzoso. Del otro, está una sociedad que se detuvo en el tiempo y, a su vez, se fragmenta entre pizarristas y antipizarristas, ofreciendo argumentos en función a un jugador que ya está en la selección, enfrascándose en batallas añejas de las que nunca sacaron nada.

Vemos a este sector entrar en pánico por el posible llamado de Claudio, o, en su defecto, haciendo campaña para que el “Bombardero” sea tomado en cuenta exhibiendo como único argumento su pasado ganador, su éxito innegable ajeno a la selección. Los primeros tienen a bien sindicar al jugador como responsable de 36 años de fracasos, culparlo de nuestra decadencia, de la incapacidad de una Federación para poner en marcha un plan serio, y optan por la fórmula facilista de personalizar la desdicha para que la descarga sea más directa, para saltearse el análisis con descaro y vomitar frustración sin complejos.

Son muchas las virtudes que se le pueden encontrar al proceso de Ricardo Gareca al frente de la selección peruana. El Mundial es quizá la más grande de todas, no solo por lo que representa para nuestra realidad, sino también por lo pomposo de su esencia. Pero ese respeto que los seleccionados presentan por Claudio, esa elegancia con la que lo apartan de un grupo al que ya no pertenece sin faltarle el respeto, es quizá el mayor de los legados del proceso del “Tigre”. No hace más que demostrar el amor y compromiso que aprendieron a tener por aquello que defienden, que taparnos la boca, que superarnos con creces, que gritarnos en la cara que ya no son lo que alguna vez fueron, mientras que nosotros nos quedamos en lo mismo. Ojalá, el Mundial nos cambie de una vez ese chip decadente.