Los que deben gobernar tienen que sobresalir en la virtud de la inteligencia. El buen gobierno siempre ha estado vinculado a dos factores: la inteligencia y la virtud. Pero en el Perú imperan sus antónimos: el vicio y la criollada. Santo Tomás de Aquino, el Buey Mudo, sostuvo que han de gobernar “qui in virtute intelectiva excedunt”, esto es, los que sobresalen por la virtud de la inteligencia. Este llamado a la meritocracia de todas las sangres es el primer paso para superar la realidad de la polarización.
Sí, tienen que gobernar los mejores. Por eso es una estupenda noticia la publicación del Decreto Legislativo 1602, impulsado por SERVIR, que modifica varias disposiciones de la Ley del Servicio Civil. De esta forma, SERVIR consolida una reforma esencial para el país. La meritocracia es la condición esencial del buen gobierno. Los fallos de la administración pública no tienen que ver tanto con las instituciones formales como con las personas. Antes que las reglas de juego y los procedimientos están los agentes, los enforcers, los líderes de la administración pública. Sin líderes, no hay reglas de juegos que valga. Es preciso mejorar las instituciones, pero el shock institucional no llegará jamás si no tenemos a los agentes que implementen las medidas. En sentido estricto, necesitamos la lenta y rutinaria formación de líderes y la aburrida implementación de políticas de Estado de largo aliento. Sin liderazgo, la gestión pública es una quimera inasible, una consultoría fatua e intrascendente, un discurso esotérico, una precaria ilusión.
Campea por doquier una profunda molicie, una severísima mediocridad. Por eso, que nadie se engañe. He aquí la columna fundamental de cualquier gobierno eficiente: todo el poder a la meritocracia, porque salvo la meritocracia, todo es ilusión.