Francisco, uno de los Papas más emergentes que haya tenido la Iglesia desde que fuera fundada por Jesucristo en el siglo I, está llevando a los altares a la Madre Teresa de Calcuta, luego de una rigurosa investigación para determinar su protagonismo en por lo menos dos milagros, conforme a la exigencia del derecho canónico, para que un beato -que es el estado previo- se convierta en santo. La Madre Teresa fue la más pobre entre los pobres porque entendió el sentido escatológico del Evangelio. Su legado, con innumerables seguidores por todo el mundo, se ha convertido en una de las señales más auténticas de que su obra es cada vez más vigente. Teresa, que fuera Premio Nobel de la Paz en 1979, vino al Perú en varias ocasiones y los jóvenes que tuvimos el privilegio de conocerla aprendimos de ella su enorme mensaje fundado en la Koinonía. Consagró su vida a los pobres de la India y nunca doblegó frente al poder. En setiembre será santa, pero en vida ya lo era. Toda su conducta fue indoblegable frente al poder de la superficialidad y se mostró sincera por doquier. Su sola sonrisa era un don inestimable, propio de aquellas personas que vinieron a este mundo para dar sin esperar nada a cambio, dedicada al servicio de los que menos tienen. Francisco necesita un contexto de mucha paz para el mundo y la figura de la Madre Teresa va a coadyuvar en ese propósito. Nadie como ella, que fue feliz entre los más pobres y no como otros preocupados por la vida mortal. Aprendimos desde niños que los santos son intercesores y estoy persuadido que la Madre de Teresa lo hará para que vuelva la paz en Siria, uno de los espacios del planeta estructuralmente más violentos.