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Varios siglos antes del nacimiento de Jesús, Dios anunció que llegaría el día en que “volverán sus ojos hacia mí, al que traspasaron” (Za 12,10). Las celebraciones en honor al Señor de los Milagros configuran una llamada anual a volver nuestros ojos a su imagen bendita, para contemplar a través de ella el misterio del amor de Dios que, en su Hijo Jesucristo, se ha dejado traspasar y ensangrentar por nosotros. Seguir en procesión a nuestra venerada imagen es un modo adecuado de dar culto a Dios, en la medida en que nos permite mirar con los ojos del alma el recorrido realizado por Jesús e interiorizarlo en nuestra vida, porque el camino de Jesús es el camino del cristiano. Como hace un tiempo dijo el papa Francisco: “Si un cristiano quiere ir adelante en el camino de la vida cristiana, debe abajarse como se abajó Jesús” y “llevar sobre sí las humillaciones, como las llevó Jesús” (cfr. Homilía, 14.IX.2015).

La vida cristiana consiste en seguir las huellas de Jesús, cargando con mansedumbre y paciencia la cruz que a cada uno le toca llevar, en la certeza de que ese es el camino de la resurrección y la vida. El camino de Jesús es el camino del perdón y la misericordia que encuentran su fuente en el amor de Dios. No es el camino de la mera justicia humana, según la cual “el que la hace la paga”. La verdadera devoción al Señor de los Milagros implica, necesariamente, promover lo que el papa Francisco llama la “cultura del encuentro”, dando siempre al otro, quienquiera que sea y cualesquiera hayan sido sus pecados, una nueva oportunidad, como Dios no deja de dárnosla. Implica también poner todo lo que está a nuestro alcance para vivir en comunión con Dios, con los hombres y con la entera creación.