La mayor polémica que vive México en estos momentos gira en torno a si Joaquín “El Chapo” Guzmán, detenido por tercera vez, debe ser extraditado a los EE.UU., donde existen varios Estados, entre ellos Chicago, que lo consideran su enemigo número uno y lo quieren juzgar por tráfico ilícito de drogas. Pocas semanas antes de su última huida del Altiplano en julio de 2015, una de las cárceles de máxima seguridad del país, EE.UU. ya había reiterado su pedido para formalizar el proceso de extradición. En ese momento los juiciosos asesores del gobierno mexicano habían convencido a las autoridades de que siendo un asunto penal con alto impacto político no era conveniente hacerlo, a fin de dejar intacta la soberanía mexicana con plenitud de jurisdicción y competencia de sus instancias judiciales. En realidad, la petición de extradición no impacta ni afecta la soberanía de los países, pues concederla es una prerrogativa exclusiva del Estado donde se encuentra el delincuente, es decir, se trata de un derecho del estado requerido (México) y no del estado requeriente (EE.UU.), que es el que pide el envío o devolución del reo para su juzgamiento. Lo cierto es que el presidente Enrique Peña Nieto debe estar evaluando la situación. Más allá de haberlo depositado nuevamente en la cárcel con nuevas y más extremas medidas de seguridad, en realidad la mayor amenaza para evitar su fuga es la corrupción que ha penetrado fuerte en los diversos niveles del aparato estatal mexicano amenazado de convertirse en un narcoestado. Una nueva fuga de “El Chapo” y el gobierno se cae, pues ya está profundamente debilitado y vulnerable por el caso de los 43 estudiantes desaparecidos.