El lunes 28 de marzo debería ser una fecha crucial en la historia del país. Ese día, el Congreso tiene la gran oportunidad de librarnos del más grande peligro que enfrentamos en este milenio, solo comparado con la pandemias por el COVID-19 que sobrepasó los 200 mil muertos.
Sobran las razones para vacar a Pedro Castillo y son por todos conocidas. Por un lado, los graves indicios de corrupción que comprometen al propio presidente, a su entorno familiar y a un grupo de asesores, dentro y fuera del organigrama del Poder Ejecutivo, en una de las cadenas de hechos delictivos con más evidencias que se hayan visto en un régimen en ejercicio. Es, virtualmente, una organización estructurada para saquear al Estado desde ministerios como el MTC u organismos como Petroperú entre múltiples ejemplos.
Pero aún algo tan grave como ello es la forma en que se está destruyendo la gestión pública, la implosión de las estructuras estatales, de los canales de administración y de las políticas de trabajo de la burocracia establecida más allá de los partidos.
Se está bombardeando al Estado por dentro, cada día, y a punta de misiles activados por delincuenciales móviles políticos, el país está retrocediendo hacia el desorden total, espectando en el horizonte el abismo de la anarquía. Está clara la responsabilidad de Castillo en todo esto, en sus ministros acusados de terrorismo, asesinatos y de defender a violadores sexuales.
Es evidente que el presidente ha perdido legitimidad y que carece de un consenso social para gobernar en base a una legalidad que no es absoluta: La legalidad se gana en las urnas, pero sustenta en la ética, en el ejercicio moral del poder. Ante todas las transgresiones, solo el Congreso puede ejercer su potestad de enmienda.
Se necesitan 87 votos y quienes no sean conscientes de su aporte histórico, serán nombrados, con nombre y apellido, como traidores a la patria, como los cómplices de un Gobierno gansteril que tuvo como campanas a asaltantes con curul.