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Me parece subalterno el intenso debate sobre el carácter disuasivo de la pena de muerte. La polémica se ha contaminado por un smog ideologizado. Los repetitivos la ensalzan sin teorías de fondo, básicamente por sentirse políticamente correctos, humanos y progresistas, por simple conservadurismo clerical, pose intelectual o magnanimidad frente al prójimo. Muchísimo menos avalo la tesis de que el Estado debe preservar su grandeza frente a la fechoría, su altruismo ante la aberración. Para empezar, no asumo como prójimo al abyecto sujeto que violó a su hija de dos meses; y percibo que Marco Antonio Luza es un animal con rasgos humanos, una cifra fallida del INEI, un símbolo de la fase primaria en la inconclusa cadena de la evolución. Me siento perplejo. Y pienso en el caso de ese señor que llegó tarde a recoger a su niña de 15 años que salía del colegio y que esta, al no encontrar a su padre en el paradero, abordó una mototaxi. Y ya no quiero pensar en cómo el maldito se la llevó a un descampado y la ultrajó, y le jodió la existencia. En la primavera de la vida: el horror, el trauma, el dolor imperecedero. El túnel aciago en los primeros destellos de luz. Para siempre, la caverna como morada. Después de eso, pregunto, ¿las flores seguirán siendo flores? ¿Podrá la música despertar los placeres sensoriales que despierta? ¿Se podrá bailar, percibir que el mundo, con todas sus imperfecciones, es una fiesta? ¿Sentir que el paladar se glorifica con una taza de café? ¿Sencillamente desplomarse sobre la voracidad del sueño? ¿Regocijarse en el lecho del amor? No aplicar la pena de muerte es absoluta injusticia.