La premisa de la que partimos en la política actual es que todos debemos de enfrentarnos hasta la extinción del que no piensa como uno. Reina en el país un voluntarismo amigo-enemigo donde, antes que confrontar ideas, buscamos la destrucción de las personas, la aniquilación real, una especie de damnatio memoriae para todo aquel que no piense como yo. Este radicalismo lo fuimos larvando a lo largo del tiempo, por décadas, y ha estallado dañando el Estado de Derecho y debilitando a la democracia. En cierta forma, el odio que Sendero Luminoso propuso como motor de la historia se ha impuesto tardíamente, de otra manera, siguiendo un cauce en apariencia formal, pero no por eso menos peligroso.

Este cainismo que se ha apoderado del país es tenebroso y demencial. Nada bueno se puede construir sobre la lógica amigo-enemigo y, de hecho, la destrucción del Estado de Derecho y la debilidad democrática solo se comprenden con el telón de fondo de este odio cainita. El odio nos ha destrozado. La síntesis que es el Perú, el país de todas las sangres que debe servir de ejemplo de unidad y concordia hoy corre el peligro de continuar sin Sendero el proyecto de Sendero: dividirnos, extirparnos, liquidarnos y condenar a nuestros hijos a la irrelevancia continental, a la miseria moral.

Tenemos que regresar a la síntesis, a la vocación peruanista, a la apuesta por la unión. Basta de sectarismos fatuos, de revanchismos sin fondo, de odio estéril y paralizante. Doscientos años de existencia republicana tendrían que habernos enseñado que el odio irracional solo destruye. Por eso, para hacer una patria nueva, necesitamos una política de unidad, una política de síntesis que se oponga con todas sus fuerzas al triunfo del sectarismo.