Hace un año el Estado Islámico (EI) había logrado tomar la histórica ciudad de Palmira, privilegiado espacio de Siria que contiene una de las mayores riquezas arqueológicas anteriores a la aparición de la cultura islámica. Al hacerlo, buscaron acabarla, en lo que ha sido calificado como uno de los mayores atentados a la historia y la cultura universal. Recientemente, las tropas del ejército de Siria han logrado la liberación del recinto histórico y, más allá de su valor arqueológico, resultó impensado que se hallaran en fosas los restos de personas que habrían sido eliminadas por los extremistas. Las huellas de los cuerpos encontrados constatan que fueron decapitados, como informa el Observatorio Sirio de Derechos Humanos, que calcula en más de 200 personas las que fueron ejecutadas durante el tiempo que estuvo bajo control de los yihadistas, que no consideran ni les importan las reglas del derecho internacional humanitario consagradas en los Convenios de Ginebra de 1949. La situación anterior era previsible en la medida que los grupos terroristas son considerados entidades no convencionales, es decir, aquellas que están al margen del derecho internacional, porque además no les importa. Palmira ha vivido un tiempo de violencia in extremis que refleja la animadversión de los terroristas con el modus vivendi aceptado por la modernidad. Se trata de una amenaza total para la seguridad internacional donde la acción anárquica del EI, en su febril objetivo de formar un califato a partir de los territorios de Siria e Iraq, no tiene límites. La imputación objetiva por las atrocidades cometidas en Palmira en su momento mostrará la acción internacional de reproche, sanción y pena.