La mejor manera de ensanchar considerablemente nuestros conocimientos, nutrir nuestra -casi siempre- desprovista, deteriorada y raquítica inteligencia, dotar a nuestro espíritu de mayor sensibilidad y alcanzar cierto grado de elevación de ideas, consiste en estregarse a la lectura y estudiar como si fuéramos cartujos encerrados en nuestra pieza conventual.
Es cierto que, las exigencias del mundo, las permanentes agitaciones de la vida social y sus complicaciones inherentes, impiden que podamos imitar al monje contemplativo y retirarnos al claustro monacal, o vivir como lo hizo nuestra muy admirada sor Juana Inés de la Cruz, entregándose a la erudición en su celda, “poniendo riquezas en su entendimiento y no su entendimiento en las riquezas”.
Es cierto también, que, las infinitas novedades y el programado sistema de generación de distracciones que ofrece el mundo, dificultan aún más, la condición del lector y del estudioso, pero siempre permanecerá, como aliado nuestro, la férrea voluntad de despreciar abiertamente los pobres ofrecimientos del mundo contemporáneo, y con plena conciencia, rechazar las mediocridades y el elogio de la fealdad, que impone nuestra decadente sociedad.
Dentro de la extensa y casi inacabable filmografía de D. W. Griffith, hay una destacable escena en el film Los mosqueteros de Pig Alley de 1912, en el que vemos en una congestionada plaza, a un anciano de barba, examinando un libro con máxima atención. En medio de un ruido espantoso, el anciano es capaz de sumergirse en el libro, leer sin alteraciones y estudiar la obra que lo ilustrará. Esta escena, es sin duda, un elogio de la belleza.