Lo que ha sucedido en los Estados Unidos está sucediendo en todo el mundo. Abraham Lincoln, ese gran presidente, dijo una vez en uno de sus discursos más famosos: “el gobierno no puede resistir, de manera permanente, el ser la mitad esclavista y la mitad emancipador. No espero que la Unión se disuelva, no espero que la casa se derrumbe, lo que espero es que cese de estar dividida. Un Estado en que coexisten la libertad y la esclavitud no pueden perdurar”. Lincoln, al hablar de la casa dividida, evocaba el más íntimo cristianismo: “toda casa dividida contra sí misma no se sostendrá”.

En efecto, la división es la causa de la destrucción nacional. El enfrentamiento cainita solo se resuelve con el hundimiento de todo y de todos. Bien haríamos en mirarnos en el espejo de la realidad norteamericana. Si dos facciones se enfrentan sin cuartel, si dos hermanos deciden liquidarse, entonces todo está perdido. Allí donde debe haber unión y concordia, allí donde hay que apelar al diálogo y al entendimiento, cada uno intenta imponer su visión del mundo y cae liquidado por la respuesta del otro. El amor al prójimo no tiene lugar en un escenario dantesco como este, porque todos se esfuerzan en convertir a su país en un Campo de Agramante.

El radicalismo es estéril. El radicalismo de cualquier signo es peligroso. Las utopías terrenales son diabólicas. Construir en la esfera pública un paraíso bajo el signo de la ideología es el viejo anhelo de la serpiente que divide. Poco se puede esperar de la vida terrena, pero al menos hemos de luchar por la unidad.