En un confuso mensaje, el ingeniero Vizcarra anunció ayer una nueva extensión de la cuarentena, pero esta vez la más grande, hasta el 30 de junio. Llama la atención que lo hiciera luego que hace pocos días había anunciado, con cierto aire de forzado triunfalismo, que ya habíamos alcanzado una meseta de contagios. Es decir, dio la sensación de que el virus estaba domado. Pero recurrir al freno de emergencia y volver a parar la economía por casi cuarenta días más, no puede ser sino síntoma de que la cosa se le fue de las manos al gobierno y que ya se asustaron en serio. En realidad, me preocupa más ahora el 1ro de julio, es decir, el día que suelten a la gente y se viva una sensación de excesiva euforia al punto de abarrotar masivamente las calles. Por eso, no hay que sorprenderse si el gobierno decide llevar todo al 30, pero de julio, pasaditas las Fiestas Patrias, y así evitar unas fechas en que el descontrol ciudadano puede multiplicarse varias veces para peor. La gran pregunta es cuánto nos va a costar, cuántos años más de recuperación económica vamos a pagar con cada semana adicional de paro, cuántos sacrificios sedimentados hace tres décadas estamos dispuestos a licuar en apenas días. Me parece que queda claro que, para esto, igual que sucedió con la pandemia, el gobierno tampoco tiene “plan B” en la economía. Porque el gasto público es como una droga que nos permite pasar el trance a duras penas, pero no puede reemplazar la vigorosa impronta del mercado. Como lo demuestran los peruanos que desafían la pandemia para salir a las calles a vender lo poquito que pueden acopiar por estos días. ¿Qué hacer con ellos? Hacen mal saliendo, pero a la vez, hacen bien. Tiempos de confusión. Y de humildad. Los sesudos expertos no aciertan, ni aquí ni allá. El coronavirus nos devuelve a la realidad: el mundo jamás fue un lugar seguro para una especie tan frágil como el ser humano.