Alejandro Toledo debe ser el fiel reflejo de un sector mayoritario de la política peruana. El típico moralista que golpea la mesa indignado ante cualquier robo, pero por lo bajo está estirando la mano para recibir de la suya. Así se ganan las elecciones: lucha contra la corrupción, caiga quien caiga.

Por eso, cuando un político expulsa moralina en sus discursos hay que comenzar a sospechar. Y el cholo sano y sagrado era un enfermo y bandido por la plata y el poder. Cholitos eran quienes creyeron que el origen provinciano era sinónimo de dignidad y trabajo.

El expresidente se constituyó como el abanderado de la honestidad y la democracia en un Perú que apestaba a corrupción. Lo mismo hizo Castillo capitalizando el hartazgo ciudadano por mentirosos como Vizcarra. Entonces, muchos volvieron a creer que ser de provincia es divinidad.

Después de Toledo y Castillo, los falsos luchadores anticorrupción, ¿en qué queda creer? Vivimos eternamente engañados porque con frecuencia se busca el buzón de la confianza en las cloacas peruanas. Estos bribones deben ser el ejemplo de que llenarse la boca de moral es una alerta.

Toledo no solo debe ser condenado por ladrón, sino por embustero. Al final de cuentas, como ocurre muy a menudo en nuestro país, vivimos rodeados de políticos que nos toman el pelo en el punto exacto de la debilidad peruana: la confianza, la carencia de héroes y la ignorancia.