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La disputa por la Casa Blanca ha hecho histórica a esta elección estadounidense. Pero sin duda, fue la peculiar irrupción del millonario neoyorquino lo que atrajo los reflectores y avivó las pasiones. Y las desproporciones también, de ambos lados.

Siempre he creído que a Trump se le magnificó en sus declaraciones. No lo creo ni racista ni misógino ni predador sexual ni el monstruo que ha dibujado la prensa norteamericana. Pero también pienso que ha sido un pésimo comunicador y nunca supo transmitir una real intención de acercamiento con grupos electorales importantes y fue impermeable a todo consejo para ir adecuando el trasvase desde su discurso que le permitió arrollar en las primarias hacia otro que le catapultara como candidato presidencial. A partir de estos errores, Trump terminó siendo presa fácil de la poderosa y multilateral maquinaria demócrata.

Pero esto no es lo único con lo que lidia Trump. El propio Great Old Party (GOP) le retiró su apoyo, con la pública crítica y defección de prominentes líderes republicanos, desde Paul Ryan hasta Arnold Schwarzenegger. Y aunque hay todavía republicanos leales a Trump, la idea del establishment parece ser desacoplarse de un esperado fracaso electoral suyo.

Esto es, sin embargo, una espada de “doble filo”. Al correr solo, Trump se ha convertido en el outsider de este proceso. Un triunfo de él, por tanto, significaría una derrota de ambos partidos. Y en consecuencia, podría poner en cuestionamiento serio incluso al propio sistema político estadounidense. Sería un llamado de atención histórico que removería los cimientos de la democracia que se precia de ser la más avanzada del mundo y pondría a prueba sus instituciones. Todo un fenómeno que haría las delicias de cualquier cultor de la ciencia política. Para no perderse nada.

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