El impeachment que la bancada demócrata sacó adelante en la Cámara de Representantes añade otro elemento de relevancia histórica a Donald Trump.

Lo convierte en el tercer presidente estadounidense en ser sometido a este juicio político. Ni Richard Nixon llegó a esta instancia, aunque sí Bill Clinton por cortesía de Mónica Levinsky. En el caso de Trump, la mira está puesta sobre una presunta presión del mandatario sobre su similar ucraniano para desempolvar algunas perlitas del pintoresco Joe Biden, su eventual rival presidencial en las próximas elecciones. ¿Los cargos? Abuso de autoridad y obstrucción al Congreso.

Este impeachment, sin embargo, nace prácticamente muerto y promete pasar a la historia del ridículo por el débil sustento de los cargos, más allá de algunos testimonios, opiniones y percepciones. En adición, los demócratas requieren 67 votos en el Senado, para lo cual, necesitarían que 20 republicanos voten por el impeachment y se sumen a sus 45 votos más dos independientes que asumen que apoyarán el juicio a Trump. Una conjunción de astros casi imposible en estos momentos en que la gestión del magnate neoyorquino lo proyecta como favorito para su reelección en once meses.

¿Qué motiva entonces este intento? Solo lo explica la persistente persecución a Donald Trump desde incluso antes de las elecciones pasadas. Los demócratas siempre pensaron continuar la era Obama con otro personaje políticamente correcto que habrían encontrado en Hillary Clinton. Al presidente negro lo iba a suceder la presidenta mujer. Pero apareció Trump y les malogró la fiesta. Una fiesta compartida por políticos, el buró periodístico de alto perfil, los intelectuales de izquierda de las más afamadas universidades estadounidenses y hasta los actores y productores de Hollywood. Ahora usan el impeachment como última bala para bajarlo de las próximas elecciones, buscando publicidad antes que gobernabilidad.

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