La estrategia de Donald Trump para judicializar el proceso de elección del 46° presidente de los EE.UU., comenzó mucho antes del esperado pasado martes 3 de noviembre. En efecto, advertido meses atrás de que las encuestas comenzaron a serle adversas -nunca pudo remontarlas-, y convencido de que la pandemia sería su mayor verdugo -no se libró de la enfermedad y quedó contagiado del Covid-19-, su plan ha sido ganar en la mesa, lo que podría ser mirado con recelo dada su posición de presidente-candidato, ciertamente un camino censurable dado el engorroso escenario de incertidumbre que gobierna por estos día al país. Trump llegó al día central de las votaciones indirectas o de elección de delegados, confiado en este antiguo y complejo sistema de sufragio -George Washington, primer presidente de EE.UU., también fue elegido por este método indirecto (1789-1797)-, pues sabía que en la votación popular obtendría menos votos que el demócrata Joe Biden, tal como le pasó frente a Hillary Clinton en 2016, ganando la elección. Por eso soltó la idea del fraude, provocando enorme extrañeza hasta en el propio partido republicano porque no ha sido un tema puesto en discusión en la práctica política estadounidense, más bien dominada por su tradición de procesos tranquilos donde el día de la elección del presidente constituye una verdadera fiesta nacional como se ha visto a lo largo de sus 244 años de vida independiente. En este proceso nada de lo anterior parece ser recordado. En el ajedrez de Trump la elección de un juez para la Corte Suprema -recientemente juramentó Amy Coney Barrett- se convirtió en parte de su estrategia para la referida judicialización de las elecciones, buscando detener el conteo de los votos en los 4 ó 5 Estados (Georgia, Arizona, Nevada, Carolina del Norte y Pensilvania) donde disputa mano a mano con Biden, la presidencia, seguramente creyendo que por contar dicha Corte una mayoría de magistrados nombrados por presidentes republicanos -6 de 9-, podría conseguir algún favor. No lo creo pues los magistrados del máximo tribunal estadounidense son muy cautos y cuidan mucho el prestigio y credibilidad de la institución, base de su democracia, como también su propia reputación.