El paro de los campesinos del sur, más allá de sus razones o no, dejaron algo en claro:: en la gente se metió la idea de la desigualdad como problema nacional. Sí, un éxito de la izquierda, que al no poder rebatir el argumento de que la pobreza ha retrocedido con los mercados libres, utilizó a la desigualdad como arma de adoctrinamiento anticapitalista. De ahí a la protesta no solo por mejores condiciones distributivas sino por llevarse de encuentro la Constitución del 93, había un paso. Sólo necesitaban que alguien le diera “un pequeño empujón”, como diría el Nobel de Economía 2017 Richard Thaler.

Y se lo dieron con la revuelta que trajo abajo a Merino y su gabinete, en la que al final nadie supo por qué terminó marchando, más allá del consabido lugar común del “que se vayan todos”. Se abrió una peligrosa rendija que va tomando forma de profunda brecha. Porque el descontento popular resultado de un Estado que no les funciona a las personas hace rato que venía siendo capitalizado por la izquierda, pero transformado hábilmente en un rechazo al “modelo neoliberal”. El resto es su modus operandi típico: desestabilizar el sistema hasta hacerlo inviable. Se deshicieron de Merino y de Flores Araoz, como antes hicieron con el fujimorismo, que eran su muro de contención, pusieron en el poder a uno supuestamente “de los suyos”, de modales impecables pero escaso poder y luego, le incendiaron Troya a punta de piquetes y cierres de carreteras para pintar un cuadro de caos del que solo se saldría, ¡oh casualidad! con el llamado a una nueva constitución.

Una vieja y repetida película. Y así, con gran habilidad, la izquierda usó hasta a esa parte de la derecha que hasta fomentó la protesta de la “generación del bicentenario” para sentirse suficientemente “cool”. Así le dieron de comer al que se los iba a comer. Selección natural, le dicen.

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