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"No me acaba de gustar eso de “un saludo a la bandera”. Mejor dicho, nunca me gustó. Lo digo ahora porque justo por estos días ando leyendo y escribiendo sobre la batalla de Arica, ya saben, 7 de junio, el viejo coronel quemando el último cartucho, la figura de Ugarte lanzándose del morro envuelto en la enseña de rojo y blanco..."

Por Gastón Gaviola ()

Un grupo de seleccionados se revientan en una juerga, previo al partido de fútbol contra México. Total, la disciplina es un saludo a la bandera. Congresistas de la bancada de Keiko Fujimori se van de viaje partidario con la plata de todos nosotros, pero normal, ah; lo devolvimos. ¿Sanción? No seas sano, es un saludo a la bandera. Oye, no te pases el semáforo en rojo, animal. Tranquilo, son las once de la noche, a esta hora los semáforos son un saludo a la bandera. ¿Qué tal si levanto una escalera que vaya hasta la pista para hacer un minidepa en mi segundo piso? No, no; mejor le zampo una rejaza a toda la vereda para poder usarla como parqueo para mi carro. Nada, me siento en el asiento reservado del bus y me hago el dormidazo cuando veo venir a la abuelita. No pasa nada, compadre.

Un saludo a la bandera, pues. O sea, que me paso por el fundillo del pantalón cualquier regla, norma de decencia o concepto mínimo de urbanidad. Total, no valen un cuerno. Como un saludo a la bandera, no valen nada, pues. Como una bandera. Y ya, eso no me gusta. Fui criado y educado en una casa, un colegio y un barrio, en donde palabras como respeto, deber o responsabilidad todavía significan algo más que un pretexto para echarte al piso de risa. Así crecí y así me quedé. Vieja escuela.

Y no, esto no va de la capacidad de todos nosotros de ser unos auténticos cretinos con DNI -aunque algunos empiezan a ganarse su escaño desde chiquillos- si no del asunto de usar la bandera como sinónimo de algo tan estúpido o inútil como el cenicero de una moto.

No me acaba de gustar eso de “un saludo a la bandera”. Mejor dicho, nunca me gustó. Lo digo ahora porque justo por estos días ando leyendo y escribiendo sobre la batalla de Arica, ya saben, 7 de junio, el viejo coronel quemando el último cartucho, la figura de Ugarte lanzándose del morro envuelto en la enseña de rojo y blanco. Esto no va a ser tampoco un escrito chauvinista de esos donde te endilgan frases del tipo “las sagradas sedas bicolores del pabellón patrio”. No. Y a pesar de que la frase se originó en los territorios ocupados de Tacna y Arica para representar un puro trámite sin valor -el saludo a la bandera chilena en los edificios públicos-, pues no me gusta.

Es solo mi queja personal de que algo que significó tanto para un puñado de desgraciados soldados, olvidados de su patria, de sus jefes vendieron cara la piel del cuerpo precisamente por el concepto que tenían de patria, jefe, disciplina, honor, ley, y por supuesto, de bandera. Hasta sobre si Alfonso Ugarte se arrojó o no al vacío para que la bandera peruana no fuera mancillada en la derrota, existen versiones contradictorias entre sí, que sostienen incluso que nunca se lanzó.

Pero de lo que absolutamente todos los testigos, cronistas e historiadores están seguros y coinciden es en que Francisco Bolognesi murió junto a un grupo de oficiales -y rodeado de un puñado de sobrevivientes heridos y sin municiones- al pie del asta de la bandera en la cima misma del morro de Arica.

No sé cuántos de ustedes han tenido oportunidad de subir a la roca de Arica. O si han visto las fotos. Es una pampa rasa, bastante parecida a la del moro Solar en Lima. En algunas imágenes de después de la batalla se ven parapetos y sacos de arena en la cima, para que los fusileros se resguarden, pero básicamente era eso, una llanura para pelear cuerpo a cuerpo. El coronel Bolognesi, al igual que el comandante More () junto a otros jefes y oficiales no pelearon los minutos del asalto final dentro de un cuartel, parapetados dentro de un fortín.

Salieron a pecho descubierto a desafiar las balas sureñas de una onza de plomo porque era precisamente la bandera la que estaba afuera. Y para algunos eso todavía podía significar algo. Puestos en el trance de jugarse los últimos alientos de vida frente a un enemigo ansioso de enterrarte medio metro de acero en las tripas, mejor intentar mandar a unos cuantos al infierno por delante, antes de que lo acaben mandando a uno, y esas cosas acaban siendo mejor a la vista de una bandera, de tu bandera. Así que había que salir a matar y morir sacrificado al pie de la bandera.

No faltan los de espíritu cínico o práctico que opinan que una bandera no es más que una tela -un trapo dirán algunos- por el que habría que estar loco para hacerse despachar. Pero pienso en los de Arica, con esa bandera siendo la única representación física de la patria y la nación que dejan atrás. Verla mientras 200 o 300 hombres cargan en columna directamente hacia ti, la bayoneta por delante tinta de sangre, la boca de los fusiles aún humeantes, puede quizá ayudarte a reconciliar con la vida y por qué no, también con la muerte. Saber que tu holocausto no será en vano.

De todos los defensores del morro, acabaron muertos dos de cada tres. Muertos, ni heridos ni prisioneros. Muertos, por una plaza que poco o nada aportaba a la guerra que por esos días se iba preparando para la gran batalla de Lima que se daría medio año después. Lean las cartas que se encontraron en los cuerpos fríos de los defensores, las entrevistas que han dado los pocos sobrevivientes años después. Para ellos el concepto de patria, honor, familia y bandera eran uno solo. Y se hicieron matar por esa idea.

Por eso me molesta que ahora cualquier baboso se meta con un cigarro a un ascensor y los que tiene que aguantarlo miren el cartel pegado de no fumar y piensen resignados que no pasa nada. Que es un saludo a la bandera.