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Hoy nuestro país vive una aguda crisis política, de consecuencias impredecibles.

Esta crisis que se fue gestando desde el último proceso electoral de 2016, cuyas reglas de juego dieron como resultado un tablero complejo por la configuración de los dos poderes elegidos: un Congreso en manos de la oposición y un Ejecutivo sin peso político. Por supuesto que aún en ese escenario, se pudo y debió gobernar poniendo los intereses de 30 millones de ciudadanos por delante. Pero no fue así y ahora lo sufrimos todos.

Nuestra frágil democracia ha sido sacudida al tener tres poderes del Estado mellados: el Congreso anulado, el Poder Judicial ejerciendo a medias con un sistema de justicia sin CNM y sin habilitar aún la esperada JNJ. En cuanto al Poder Ejecutivo, es encabezado por un presidente que goza de un aplauso que sabe será efímero porque pronto deberá rendir cuentas y ni los bolsillos, ni la salud, ni la educación, ni el transporte, ni la seguridad van de la mano de ese entusiasmo que muestran las encuestas. La realidad es dura y terminará por aplastar estos ánimos si no sucede un cambio drástico en la capacidad de gestión. La lucha contra la corrupción aún tiene un largo camino por delante.

No debió disolverse el Congreso y no porque los congresistas, salvo excepciones, no lo merecieran, sino a pesar de ellos, que dilapidaron una oportunidad invaluable al tener los votos y la fuerza necesaria para promover leyes y lograr reformas que tanto nos hacen falta. No debió disolverse el Congreso por su trascendencia en un genuino Estado de Derecho, por el delicado precedente que se abre y porque debió primar la grandeza de construir con el viento en contra.

La responsabilidad ahora es señalar una ruta que nos permita un mínimo de legitimidad al que aferrarnos. Esa responsabilidad la tiene el Tribunal Constitucional como intérprete supremo de la Constitución. Ninguna otra institución puede ocupar su lugar en esta página imborrable de nuestra historia. Más allá de cómo y de dónde proceda la demanda competencial, sabemos que no es fácil y eso siempre será reconocido. Los tribunos deberán asumir su rol y encontrar pronto ese punto medio que nos permita seguir funcionando como un país viable, magullados pero con la lección aprendida.

¡El Perú lo merece!