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El 30 de agosto hemos celebrado el día de Santa Rosa, una joven de la clase media limeña que vivió hace cuatrocientos años. Puede parecer que ha pasado mucho tiempo desde entonces y que su figura resulta extemporánea para nosotros; pero en realidad el corazón de los hombres, varones y mujeres, no ha cambiado tanto. Los hombres de todos los tiempos estamos marcados por las consecuencias del pecado original y nos encontramos con una gran dificultad. Por un lado, queremos ser como Dios, eternos y totalmente autónomos, vivir para siempre y ser felices; por otro lado, nos encontramos con nuestra finitud y con la insatisfacción que produce buscar la felicidad donde no se encuentra.

Santa Rosa de Lima nos hace presente lo que Dios es capaz de hacer con una persona que se fía de Él. Ella vivió tan unida a Cristo que experimentó, ya en este mundo, esa vida eterna y ese gozo que no se acaban al terminar una noche de juerga con los amigos o un rato de desahogo sexual. Rosa conoció tanto la bondad y la misericordia de Dios, que llegó a amar a todos los hombres, especialmente a los más pobres y enfermos, a quienes socorría en sus necesidades. Todo lo contrario al egoísmo que caracteriza a lo que el papa Francisco llama la “sociedad del descarte” porque, como él mismo dice, descarta a los niños por nacer, a los ancianos y a todos aquellos que resultan inútiles para un mundo utilitarista que ha endiosado al dinero y el confort.

Al releer estos días la vida de Santa Rosa de Lima, me he visto confirmado en la importancia de llevar a los jóvenes al encuentro con Cristo, el único capaz de vencer en nosotros el pecado y la muerte y hacernos partícipes de su vida divina, fuente de verdadero gozo y solidaridad. Ojalá los padres de familia descubrieran lo mismo para el bien suyo, de sus hijos y de la sociedad.

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