Esta Navidad representa un soplo de aire fresco después de más de año y medio de gran vulnerabilidad. Como en el tango, nosotros los de entonces, ya no somos los mismos. El confinamiento, las pérdidas de familiares y amigos, los largos meses de inquietud, enfermedad y muerte nos cambiaron. Hoy celebramos el nacimiento de Cristo como sobrevivientes de un drama que va quedando atrás, pero la conmoción no ha dejado a nadie indemne. La incertidumbre y la inseguridad son compañeras de viaje todavía presentes, nada está garantizado, todo puede cambiar inopinadamente hasta nuestra propia capacidad para imaginar un país más igualitario en la prosperidad. Sin llegar a la guerra de todos contra todos ni a una sociedad autoritaria y violenta. Tecnológicamente el futuro llegó antes de lo previsto, pero no podemos decir que es el mejor que esperábamos. La pandemia nos sacudió desde nuestra fragilidad y hemos debido rediseñar prioridades personales y colectivas. Hemos aprendido que nadie se salva solo. Que ninguna persona, por dinero o poder que tenga, se salva si no vive en una sociedad con instituciones capaces de reordenar las prioridades y perseguir un bien común, en este caso la defensa de la vida. Lo segundo es la protección de nuestros afectos, de la familia y de todos a quienes queremos.  La certeza mundial es que la única forma de cuidarlos es con sistemas de salud eficientes y universales. Y a ellos debemos ir en países como el Perú con profunda desigualdad que erosiona la solidaridad y la empatía, donde los lazos comunitarios y las instituciones democráticas están dejando de funcionar. Que el espíritu navideño se prolongue en una voluntad social y política de pensar en el Perú y en los peruanos como una gran familia. Que recuperemos responsabilidades y sensibilidades. Que esta tregua de fin de año vaya dejando atrás las angustias de la pandemia y la demagogia populista.