En Perú, de alguna manera, el COVID-19 nos ha clavado sus cuchillos a todos. Y las lágrimas no cesan porque el virus se torna cada vez más invasivo, en cierta parte –hay que decirlo–, por la desidia de la población para acatar las medidas de prevención, y, en otra, sobre todo en Europa y Sudáfrica, por un agregado extra: la mutación del coronavirus, mismo serial televisivo de terror, en cepas más contagiosas.
¿Quién no ha perdido un familiar, un ser querido, un amigo o un vecino a causa de la pandemia? Y los deudos de aquellos 38 mil compatriotas que no pudo salvar hasta el momento el precario sistema de salud nacional, aún no salen del luto y cubren su dolor con un manto negro de insoportable tristeza. A veces uno muere en vida por las heridas que tiene en el alma.
Los psicólogos hablan de “emociones positivas” que habría que recordar, como una catarsis, en una coyuntura tan aciaga. Alegría (de estar vivos, sobrellevando el mal), agradecimiento (a los miles de peruanos que sí cumplen los protocolos), orgullo (de ser más grandes que nuestros problemas, a pesar de la clase política, que recién pudo conseguir un poco de vacunas), entre otras.
Y también consignan las “negativas”, que igual debemos ponerlas sobre el tapete. Ira (por pela del Legislativo y Ejecutivo en plena crisis sanitaria), asco (a los actos de corrupción en todos los niveles del gobierno), vergüenza (somos uno de los países con más fallecidos en Latinoamérica), indignación (porque muchos creen que la patria es un botín) y resentimiento (por tantos connacionales que partieron, algunos sin despedirse. Un réquiem en su nombre).