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Es el de Martín Vizcarra un Gobierno famélico y condenado a la inanición. Exhausto por una errada política de confrontación con el Congreso, burdamente asesorado, con un gabinete en el que prevalecen los silencios y las mediocridades, llega a este punto de su ingrata existencia, además, con un audio que ha revelado la verdadera impronta de un Presidente claudicante y medroso. Si la propia reforma constitucional de adelanto de elecciones revela que el régimen padece de fatiga crónica y reconoce su incapacidad de continuar -aparte de que es claramente inconstitucional-, ¿por qué el Congreso tendría que acompañarlo en su abandono? ¿Por qué otros poderes del Estado deben asumir sus culpas y desaciertos? El Gobierno nació sin rumbo, jugó el peor ajedrez político y la economía se le escapó de las manos. Fue un desastre para leer el rol que le asignaban los tiempos: un periodo de una larga transición, conciliador en lo político, arriesgado en lo reactivador y firme en las líneas matrices del modelo económico. Ahora es tarde: su fracaso es elocuente. Sin embargo, una posibilidad reivindicativa para Vizcarra sería renunciar y encargarle la conducción del país a una injustamente maltratada Mercedes Aráoz. La vicepresidenta tiene varias cualidades que ayudarían al país a salir del presente pantanoso en el que ha caído: es ejecutiva y conoce a fondo la administración pública, tiene ascendencia con casi todas las fuerzas políticas del Congreso, es bien vista por los mercados internacionales y tiene claros los preceptos fundamentales de la macroeconomía. Asimismo, tendría en Pedro Olaechea a un aliado valioso; aunque sí necesitaría la inteligencia y el tacto para elegir a un gabinete ejecutivo y a un premier político, y las agallas para enfrentar las rabietas de la izquierda parasitaria, así como a la caviarada acomodaticia y a los nocivos radicales que buscan apagar el motor vital de la minería. Si Vizcarra tiene como prioridad a un país que se asfixia, debería evaluar abrir esta ventana de oxígeno. 

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