Las buenas universidades, las universidades destinadas a durar en el tiempo y a dejar una huella en su territorio, son las que entienden el concepto primario de comunidad. En tanto comunidad, la universidad también es familia, o al menos debe procurar serlo. El vínculo espiritual que se forja en toda sociedad también debe estar presente en el núcleo de cualquier universidad que aspire a trascender y transformar. De hecho, ¿cómo ejercer una influencia duradera si careces de principios, de ideario, de modelo que aglutine y proponga una visión alternativa a la sociedad donde actúas? Las auténticas universidades están fundadas en principios concretos que aspiran a regenerar su entorno, porque son portadoras de un credo particular que las distingue de las demás al encarnar una propuesta –su propuesta-- de vida en común.
La comunidad espiritual universitaria se forja con el trabajo en equipo, pero es imposible consolidarla si no existe una visión particular sobre la realidad que se pretende cambiar. La realidad debe ser transformada, multiplicando los talentos de los alumnos. Para eso se necesita un claustro que valore a la persona como lo que en verdad es: el fin supremo de la educación. Ese es el sentido del gran principio “el hombre para el hombre es persona (homo homini personae)”. Trabajamos para las personas. Construir una comunidad implica respetar y promover a la persona, rescatar su dignidad, elevar su nivel de vida, comprender sus dificultades. Moralmente, la universidad debe promover el crecimiento personal de sus integrantes.
Quien no comprende esto no es un universitario de verdad. Después de todo, la relación fundamental universitaria es la relación entre el profesor y el alumno, una relación personal y clave para la construcción del saber superior.