En el centro del alma humana, en lo más profundo de la conciencia y del corazón subyace el deseo irrefrenable de soñar. Algunos sueñan con relaciones perfectas, con amores posibles y eternos, con giros inesperados que solucionen todo, con palabras que sanen las heridas sin dejar una cicatriz. Siendo noble la capacidad de soñar, siendo justa y necesaria, ella nunca ha de eliminar el imprescindible realismo con el que tenemos que enfrentarnos a la vida. Los sueños, sueños son, aunque sirvan para construir una  realidad mejor. Y la realidad nunca será transformada sin soñadores que aspiren a multiplicar los talentos que han recibido.

De utopías está hecha la vida, de sueños que nos mueven a construir por encima de nuestras posibilidades. Estas utopías nos animan, nos refuerzan, nos elevan. Como las personas, las naciones que no tienen utopías, que no aspiran a nada relevante, terminan consumiéndose en la rutina sin sentido, también en la indefensión. No es que la rutina sea mala per se, pero si esta se presenta como una cadencia irrelevante, si no está dotada de un sentido trascendente, la rutina es capaz de aniquilarte, porque el ser humano que no cree en la trascendencia difícilmente comprende la grandeza de las cosas pequeñas. Vive con la mirada en el suelo, no sabe de qué color es el cielo.

¿Cómo construir una utopía para el Perú? ¿Cuál es el sueño común, cuál es la misión que moviliza nuestras cunas y tumbas? ¿Qué nos da sentido como país? De la misma forma en que vivir sin tener un sueño es insoportable, subsistir como pueblo sin saber hacia dónde se camina, cuál es la tierra prometida, condena a la nación a la irrelevancia, a la indefensión. En eso tenemos que pensar si de verdad queremos dejar un Perú mejor, un Perú más grande para nuestros hijos.

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