La violencia contra la mujer en el Perú hoy lleva el rostro de Eyvi Ágreda, y no podría ser de otro modo. Porque hoy, la absurda muerte de Eyvi tras semanas de agonía representa del modo más crudo este cáncer que como país padecemos. Un acoso sistemático por parte de un sujeto que no podía procesar el legítimo rechazo de una mujer. Una brutal agresión como castigo, como modo de corregir a una mujer insolente, sabida, no sumisa. Una muerte como único desenlace posible para coronar esta asquerosa historia.

Hoy es Eyvi, pero ayer fue Jimenita, quien también murió en manos de un hombre que se deshizo de ella luego de violarla, sin que su cortísima edad sea impedimento.

Hoy es Eyvi, pero ayer fue Jimenita y anteayer fue Arlette Contreras, cuyo cuerpo arrastrado por un hombre desnudo fue visto en imágenes por todo el país y, aun así, su agresor está libre.

Mientras tanto, las reacciones de las autoridades son las mismas: aparecer en la foto, enviar tuits y pedir penas más duras.

Las penas ya se han endurecido, pero las mujeres siguen siendo asesinadas. Porque una pena, para ser disuasiva, debe ser real. Y en el Perú los delincuentes no tienen la percepción de que se les aplicará la ley.

Con un aparato de justicia -desde policías hasta jueces- que en muchos casos opera bajo las mismas creencias machistas que los agresores, una solución desde el castigo carcelario seguirá siendo insuficiente. Ignorar el rol urgente que tiene la educación con un enfoque de igualdad entre hombres y mujeres, a estas alturas,

es irresponsable.

Hoy es Eyvi, pero vendrán más.