A mí no me lo contaron. En noviembre del año pasado viajé a Venezuela para participar en un foro y preparar un reportaje. No hace falta salir del aeropuerto de Maiquetía para comprobar que es verdad lo que cuentan: los mismos funcionarios ofrecen, en voz bajita, cambiar dólares ilegalmente, porque el tipo de cambio oficial es ridículo.

También vi yo misma esas colas que salen de las tiendas y que con solo pasar al costado uno se entera del hartazgo y la desesperación de los venezolanos. Vi, además, a personas -y no precisamente vagabundos- buscando restos de comida en la basura. Tiene sentido cuando la escasez de productos regulados supera el 80%.

Durante los cuatro días que pasé en Caracas, ni uno solo de las decenas de venezolanos con los que conversé desmintió que su país esté como yo lo veía: en coma.

Y es que a estas alturas negar la crisis que vive Venezuela supone una ceguera moral absoluta. Más de cien presos políticos, una inflación de más de 500%, una prensa amordazada, la brutal represión a cualquier opositor y un sistema de justicia hecho a medida para secundar el despotismo del gobierno son síntomas inequívocos de dictadura.

Lo cierto es que, luego de que el diálogo entre la oposición y el régimen ha fracasado, pareciera que desde Venezuela no se puede hacer más que salir a las calles y alzar la voz. Y el apoyo internacional en una situación como esta no puede calificar como intromisión, sino como una respuesta a un grito desesperado de ayuda que tiene ya años sin apagarse.

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