Los bodrios telenovelescos de la izquierda se asemejan a un folletín de Paulo Coelho. El último lanzamiento de su fábrica de pesadillas tuvo como protagonista a Verónika Mendoza, la Fatmagul de eso que se llama Frente Amplio, quien en un alarde de histrionismo proclamó que solo ella y sus camaradas filo-terroristas se encuentran moralmente autorizados para criticar a sus adversarios cuando se trata de la herida abierta de Odebrecht. La torpe maniobra de Mendoza denota la desesperación de eso que se llama Frente Amplio. La izquierda peruana es incapaz de proclamar moralidad en un escenario que tiene como denominación de origen a sus mentores brasileños. La corrupción continental de Odebrecht solo pudo realizarse bajo la protección del PT de Lula, un partido promotor de la estatolatría. En su afán disolvente, el socialismo del siglo XXI generó inmensas redes de corrupción ancladas en un Estado clientelista que buscó expandirse a costa de la intervención política. En el Perú, la siniestra figura de Favre es la prueba concreta de la penetración de la izquierda brasileña. El lacayo de Lula fungió de Rasputín de Susana Villarán. ¿Con qué derecho eso que se llama Frente Amplio se atreve a lanzar filípicas y catilinarias? Hipócritas, fariseos de la política, cómplices de los corruptos del PT y, por tanto, nulidades gravosas para la República y para el país. Habría que recordarle a Mendoza que ella es un producto, una muñeca de los Humala. Su partida de nacimiento tiene el sello del nacionalismo. Y su biografía política está condensada en las caritas felices que estampó en las agendas de Nadine y en el apoyo convicto y confeso que brindó a Kuczynski en las elecciones. El suicidio político es una de las bellas artes del Estado. Y no hay peor forma de suicidarse que escupir al cielo envolviéndote en el manto de una falsa virtud.

TAGS RELACIONADOS