Francisco es el tercer Papa, en casi 20 años, que llega a Cuba en viaje pastoral. Juan Pablo II y Benedicto XVI lo hicieron en 1998 y 2012, respectivamente. No se vaya a creer que los católicos sean la mayoría de habitantes en el país. No es así, pues no llegan al 50% de la población dado del aumento del ateísmo y las santerías o creencias de raíces africanas. Desde que triunfó la Revolución castrista (1959) se hizo la vida imposible a la Iglesia y a su clero, y por ello muchos sacerdotes, principalmente misioneros extranjeros como los padres vicentinos que luego llegaron al Perú, fueron perseguidos y terminaron expulsados de la isla. Era la época en que las parroquias fueron cerradas por la intolerancia y convertidas en auditorios para las reuniones de los camaradas victoriosos que habían hecho correr al dictador Fulgencio Batista. Así de áspera fue la relación Vaticano-Cuba; sin embargo, desde que el papa Karol Wojtyla llegó a La Habana, las cosas comenzaron a cambiar. Ahora los tiempos son otros y el Papa argentino llega a Cuba en olor de gratitud de un pueblo y gobierno cubanos que encontraron en el Pontífice jesuita la ocasión para promover un enorme giro en su mirada hacia Estados Unidos. En efecto, la Iglesia ha sido el nexo ideal para que se haga realidad lo que Cuba era incapaz de iniciar directamente: el deshielo de la relación con Washington. Francisco será ovacionado y aprovechará el contexto para persuadir a las autoridades cubanas a que promuevan las evidencias del ejercicio democrático y del respeto de los derechos humanos, los verdaderos signos del cambio en el país.

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