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Nadine Heredia no debió viajar al extranjero, pues tiene una investigación por presunto lavado de activos y su primer deber es afrontarla en el Perú. Tampoco debió gestionar un alto cargo internacional que le daría inmunidad. Ambos hechos configuran voluntad de burlar la justicia. No hubo transparencia en su accionar. El presunto lavado de activos por los aportes que recibió el Partido Nacionalista para las campañas presidenciales de Ollanta Humala del 2006 y 2011, es un cargo grave. Ninguno de ellos puede eludir la justicia. Pueden exigir su derecho al trabajo, el debido proceso y la presunción de inocencia, pero no pueden alegar persecución política para encubrir artimañas ni privilegios.

Si Heredia se proclama inocente debió actuar en consecuencia, sin subterfugios ni actitudes de doble fondo. El país entero se indignó, y con razón, ante la posibilidad de una fuga para evadir la justicia. El Estado peruano apareció burlado ante la comunidad nacional e internacional, en lo diplomático, judicial y político. La contratación fue consumada y el papelón también.

La reacción oficial de darle un plazo para regresar a Lima y afrontar el proceso pareció tardía y con propósito de enmienda por la negligencia. Movida por la presión de la indignación pública, hija de largos años de sobreexposición, mentiras y contradicciones que justifican dudas y sospechas. Heredia de Humala tiene antecedentes. No judiciales sino políticos que la mantienen en el centro de la tormenta. Nadie olvida la negación de sus agendas cuya propiedad admitió posteriormente sin mucha sangre en la cara.

Bien que haya regresado y mejor aún que afronte su proceso. Mal que se pinte como inocente, su figura es política y la inteligencia y la memoria de los peruanos está todavía activa para recordar la forma en que usó y dañó la institucionalidad presidencial y constitucional del país. Su viveza no pasa. 

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