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El análisis frío de lo que va del gobierno de Vizcarra apunta a rasgos que lo emparentan políticamente con Fujimori. Al igual que él, tuvo un origen político de bajos brillos. Fujimori eligió aliarse con el poder militar al encontrarse casi de casualidad al mando del gobierno y sin una bancada suficientemente fidelizada. Casi treinta años después, Vizcarra optó por gobernar apelando a la muchedumbre, en alianza con varios medios influyentes y grupos de poder económico. Porque la soledad de Vizcarra se explica desde la inexistencia de una bancada congresal de soporte, como bien reconoció su Primer Ministro. Bancada que esta semana, se siguió desmembrando, y que, valgan verdades, jamás sintió suya. Tanto Vizcarra como Fujimori encontraron el chivo expiatorio perfecto en el Congreso, exacerbando el odio casi natural contra ese poder del Estado. En el camino, ambos se llevaron de encuentro a los partidos. Vizcarra, como en su momento Fujimori, no necesita partidos sólidos. Aún más, a los dos les incomodan. Y para redondear la semejanza, en sus regímenes se avasalló a sus opositores de la manera más agresiva, desprestigiándolos y, por qué no, persiguiéndolos. En ambos casos, con un aliado común: una prensa “amiga”. Estos son los peligros de la fragilidad de un sistema de partidos. Incentivan a que, a veces, el Presidente deba elegir gobernar a costa de la institucionalidad. Lo interesante, y paradójico, es que los que más aplauden a Vizcarra por su estilo de gobierno son los mismos que dicen repudiar a Fujimori. Y es que la política peruana da muchas vueltas. Tantas, y tan dramáticas, que usualmente la gente termina olvidándose por qué pelea o por qué luchó. O será quizá peor: que aquí no hay convicciones, sino solo conveniencias.