Mario Vargas Llosa arriesgó hace pocos días su enorme prestigio y autoridad moral internacional, para afirmar contundentemente en Madrid, que las últimas elecciones peruanas han configurado un gran fraude. Fraude que, por desgracia, ha sido convalidado desde las altas esferas del actual gobierno peruano.

Esto es gravísimo, porque supone que el aparato estatal estaría al servicio del “proyecto Castillo”, orientado a colocar en la Presidencia a un personaje funcional al Foro de Sao Paulo donde campea el socialismo del Siglo XXI digitado desde Caracas. Hecho que explicaría por qué cualquier reclamo tramitado por los millones que piden en Perú que se revisen las actas de votación y que se aplique una auditoría electoral independiente a los comicios peruanos, se estrellarían contra la pared infranqueable de la intencionalidad estatal por despejar como sea el camino para la asunción de Pedro Castillo dentro de pocos días.

La posición del Nobel peruano lanza un mensaje demoledor: el resultado de esta elección es espurio e ilegítimo. Un resultado al que medio Perú dice “no”. Tal es la escala que han tomado los cada vez más evidentes indicios de irregularidades que envuelven esas elecciones desde diversos frentes –desde lo político hasta lo legal– y que Mario se ha visto imposibilitado de silenciar mirando hacia otro lado.

Más allá del desenlace legal que sobrevendrá, las declaraciones de Vargas Llosa le ponen la lápida a la fenecida legitimidad de una eventual presidencia de Pedro Castillo. No solo por su prestigio mundial, sino porque precisamente él es imposible de ser “tachado” de fujimorista. Hasta esta elección, Mario fue el icono del antifujimorismo de las últimas tres décadas. Entonces, no cabe sino deducir que las elecciones ya no huelen, sino apestan en una intensidad tan fétida, que resulta inaguantable para el olfato mínimamente democrático. Su negativa a aceptarlas es muy grave para los que pretenden impulsar al “proyecto Castillo”.