El relato se oye en los caminos de Chungui, allá donde la niebla avanza y lo devora todo: "La propia madre mató a su hijo. Era de noche y no sé a dónde lo habrán enterrado... Era un bebito... lloraba mucho y para que no lo oyeran los soldados llamaron a la madre y le dijeron: 'miserable, calla a tu hijo', y cuando le obligó a callarlo, ella –la madre– lo apretó entre sus senos y murió asfixiado".

Eran los años 80 y los senderistas habían arrasado con la población de Chungui, en la provincia de La Mar, Ayacucho. Y ahora huían. Huían del Ejército llevando a cientos de pobladores consigo. Asesinos e inocentes caminaban juntos días enteros. Dormían en cuevas. Comían hierba y tierra humedecida. Debían callar. El mínimo ruido podía delatarlos frente a las patrullas militares que acechaban. Pero los más pequeños no podían. Lloraban de hambre, de sed, de miedo.

Entonces el silencio llegaba con la muerte. Según el informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), en muchos campamentos de "Oreja de Perro" (como se conoce a la zona este de Chungui) los senderistas obligaban a las madres a asesinar a sus hijos. Podían aprisionarlos fuerte contra sus pechos hasta que las lágrimas y la respiración cesaran. O negarse. Pero esa opción era aterradora: los senderistas agarraban por los pies a los niños y golpeaban sus cabezas contra las rocas. No había escapatoria.

DÍAS SINIESTROS Entre 1983 y 1994, Chungui vivió el episodio más sangriento de la violencia política del país. Allí murieron 1.384 personas a manos de Sendero Luminoso, el Ejército y grupos de ronderos. Según censos oficiales, por esos años, la población total sufrió un descenso de 47,5% por fallecimientos, desapariciones, huidas y migraciones. Hoy, varias décadas después, los sobrevivientes de esa guerra lo recuerdan todo. Como si fuera ayer.

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