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En la cuadra 18 de la calle Enrique Meiggs, las puertas de las casas están siempre cerradas. En este sector del Cercado de Lima, ubicado frente a las vías del Ferrocarril Central, las rejas son una frontera de seguridad. “¿Sabes lo que es vivir con el miedo de salir a la calle?”, se pregunta Aleyla Gómez, una vecina.

Desde hace unos 10 años, el vecindario se ha vuelto un lugar muy peligroso.

Su temor se relaciona más con la delincuencia que con el riesgo de sufrir un accidente. En los últimos cinco años, según cifras de la concesionaria Ferrovías Central Andina, se han registrado solo 10 “incidentes” en el tramo Chosica-Callao. Los criminales, en cambio, atacan todos los días.

“Al lado de mi ventana he visto cómo arrastraban a una jovencita para robarle un celular”, relata Aleyla. Frente a su casa solo hay un muro alto y gris donde se acumula desmonte y basura. A la sombra de unos árboles viejos, la oscuridad es aliada del crimen.

“Fumones y ladrones vienen porque no hay vigilancia. Desde las 10 de la noche ya no se puede caminar por acá”, asegura resignada y agrega: “Nos sentimos abandonados”.

Estancados. Miguel Sánchez pasa varias horas sentado en el pequeño muro que rodea su casa. Desde allí, a sus 90 años, a diario observa a los recicladores informales que se han apoderado de su barrio chalaco, conocido como Miguel Grau.

A su hogar se llega a pie o cruzando las vías del ferrocarril en auto. No hay avenida paralela. Cuando los vagones se alejan, camiones con cartones y botellas se detienen en los rieles a descargar su material. “Cuando uno intenta reclamarles, se ponen agresivos. A mí, que soy viejo, me han amenazado e intentado pegarme”, cuenta indignado, con voz temblorosa. “¿Policía? ¿Ves algún policía por acá?”, pregunta.

Hace 42 años que Miguel vive allí. “¿Qué ha cambiado? Nada”, comenta cansado.

La última vez que existió un plan formal para reubicar las viviendas cercanas a la avenida Néstor Gambeta fue hace 10 años, reconoce Fernando del Pozo, vocero de la concesionaria. El proyecto se truncó porque las familias se negaron a dejar sus hogares.

Riesgo. La avenida Ferrocarril, en El Agustino, no es un lugar donde puedan jugar los niños. La hija de Liz Raymundo, una pequeña de tres años, se entretiene solo en el patio o en el reducido jardín delantero, pero siempre vigilada por un adulto. Los rieles están a unos dos metros de la puerta principal.

Cada vez que los vagones se acercan, la vivienda -de adobe y con techo de madera- soporta una vibración intensa, que remueve estructuras y recuerdos.

Hace algunos veranos, comenta Liz, una niña de 10 años que jugaba en la zona desapareció sin dejar rastro. La hallaron varias horas después cerca de la vía férrea. Su ropita estaba sucia, su rostro golpeado. La habían violado.

A Liz el municipio distrital le ha informado que debe reubicar su casa 15 metros hacia atrás, pero un cerro enorme se lo impide. “Desde las siete de la noche ese cerro se vuelve un fumadero. Desde esa hora nadie sale de su casa”, dice.

Muy cerca hay un callejón que conecta con un gran parque, que ya pertenece a Santa Anita. Allí se hallan billeteras vacías, zapatillas, polos y prendas diversas. Todas robadas, sospechan los vecinos.

En la cuadra no hay ningún poste de alumbrado publico, pero sí una pequeña iglesia. Las misas son solo domingos en la mañana, porque en la noche es muy riesgoso. “Nadie sale cuando oscurece”, recuerda Liz, como si allí tampoco hubiera una luz de esperanza.