Una mujer llora en el pasillo. Desconsolada. A las 10:00 de la mañana el Instituto Nacional de Enfermedades Neoplásicas (INEN) es un hervidero de gente avanzando de un lado a otro. Nadie parece escucharla. Nadie excepto Rubi Mannucci, de 82 años, andar pausado y mirada conmovedora. Es la primera vez que Rubi ve a esta mujer, pero igual se acerca. No se presenta. Solo la abraza, recorre con sus manos sus mejillas mojadas, se aferra a ella.

-Tu familiar ha sufrido mucho por el cáncer, ¿verdad?- le pregunta Rubi, en medio del abrazo.

-Sí- contesta ella.

-Ahora ya no sufre porque está con el Señor. Él te va a cuidar a ti y a tu familia.

La mujer llora en el pasillo. Su familiar ha partido, pero no está sola. Nunca más se sentirá sola.

Hace 26 años Rubi Mannucci se unió a la Alianza de Apoyo al Inen (Alinen), un grupo de 400 mujeres que recorren incansables cada rincón de este centro ofreciendo su ayuda a pacientes con cáncer y a sus familiares: donación de medicinas, aceleración de trámites, unas palabras de aliento, una bendición o un abrazo. Tan simple y profundo como eso.

Este instituto recibe la cuarta parte de los 40 mil casos nuevos de cáncer que aparecen en el país anualmente. Eso sin contar la gran cantidad de pacientes permanentes, diagnosticados en años anteriores. Los médicos y las enfermeras cubren el lado profesional. Pero no se dan abasto. No hay auxiliares que los apoyen, ni mucho menos tiempo para detenerse y aplacar el dolor emocional que provoca la enfermedad. Y allí es justamente donde entran a tallar las voluntarias.

Cuando Rubi Manuchi se unió al Alinen tenía 52 años. Era 1987. Una amiga le contó del trabajo de estas mujeres de vestido blanco y moño azul, y ella no lo dudó dos veces. Cerró el negocio de tableros eléctricos que tenía con su esposo, se dedicó al alquiler del local, y se enroló en las filas del voluntariado. "Mi madre murió cuando yo tenía tres. Me las he visto duras. No he tenido una infancia ni una juventud buena. Quizá por eso me gusta ayudar a la gente. Es algo que nace de acá", asegura Rubi posando una mano sobre su pecho. El dolor, dicen, o te derrumba o te empuja a hacer cosas valiosas. Con ella pasó lo segundo. Y lo mismo ocurrió con Consuelo Creamer de Arrieta.

EN EL NOMBRE DEL HIJO. Hace más de 20 años, uno de los diez hermanos de Consuelo enfermó de cáncer linfático. Sus días como jefa de logística en la extinta Feria del Pacífico terminaron. Desde entonces tuvo que ir todos los días al Neoplásicas, acostumbrarse al llanto, al dolor ajeno, a los pacientes que venían de provincias y dormían en los jardines del hospital porque no tenían a donde más ir. Al poco tiempo cayó otro de sus hermanos: esta vez por cáncer al cerebro. Ambos fallecieron. Para Consuelo no fue un castigo. Fue una señal.

Un día se unió a las mujeres de vestido blanco para seguir ayudando a personas como sus hermanos. Su hijo Enrique le dijo sentirse orgulloso de su trabajo. Enrique, el que partió como piloto de avión de TANS desde el aeropuerto de Chachapoyas, en Amazonas, y nunca más regresó. Un accidente aéreo le arrebató la vida a él y a otras 45 personas, entre tripulantes y pasajeros. Era el año 2003. Consuelo no lloró. Al contrario, hizo de todo para que su hijo se sintiera aún más orgulloso de ella, aunque esta vez desde el cielo.

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