El Congreso de la República se empeña en demostrar por qué es objeto de críticas y burlas. Hace dos semanas, durante la presentación del premier César Villanueva, el Parlamento se convirtió en escenario de un vergonzoso altercado entre fujimoristas, apristas y nacionalistas. Y lo mismo sucedió la semana pasada, mientras se debatía el caso López Meneses, los congresistas protagonizaron otro bochornoso incidente: las bancadas del oficialismo y la oposición se enfrentaron a gritos, motivo por el cual la sesión tuvo que ser suspendida.

Y es que las discusiones, los ataques y las agresiones verbales se han convertido en un elemento constante del lenguaje político.

Los debates se transforman en peleas; se utilizan insultos en lugar de argumentos; se sacan trapitos al aire en lugar de exponer ideas. La verborrea política está cargada de violencia y agresividad. Este tipo de discurso es un síntoma de lo institucionalizada que está la violencia en nuestra sociedad.

El lenguaje agresivo de nuestros políticos revela, además, el rechazo hacia el diálogo que impera en el Gobierno.

Ante esta clase de comportamientos y bravuconadas, no es de extrañarse -entonces- que la imagen del Congreso goce de la animadversión casi general de la ciudadanía.

La conducta de los legisladores no solo es degradante, sino que además es un vestigio de pobreza intelectual. Es imperativo hacer un esfuerzo por debatir con ideas y defender posiciones políticas con argumentos, para así poder dejar de lado la percepción mayoritaria de que la política nuestra de cada día está regida por la improvisación y la ineptitud.