Soy de Trujillo y siento mucha vergüenza ajena que Arturo Fernández llene los titulares de los medios capitalinos como el alcalde chabacano, cuando antes se hablaba de una ciudad señorial que se distinguía por sus buenos gustos y mejores costumbres. No percibía ese sonrojo desde la aparición de las bandas delincuenciales trujillanas en los temas de conversación de Lima.

En la última campaña municipal se minimizó el impacto que podría tener en el desarrollo de la ciudad si ganaba el candidato de Somos Perú, quien se había hecho tristemente famoso por lanzar como destino turístico un huaco mochica con el colgajo al descubierto. Eso le gusta a la gente, me dijo uno de sus seguidores. Y era verdad, varios trujillanos son huachafos.

Pero, más que el gusto de lo huachafo sobre lo colonial, Fernández es producto del hartazgo trujillano sobre los partidos tradicionales, tipo APP y PAP. Es el Milei mochica que atentó contra los buenos gustos de la ciudad del Club Central y las casonas de los jirones Pizarro y Gamarra. La gente le dio el voto porque se cansó de que le vendieran gato por liebre.

El discurso del exalcalde de Moche se basó en la reconstrucción de la ciudad, en el rompimiento del sistema bipartidista, sin más propuestas que el resentimiento con la capital de La Libertad, la misoginia como bandera del macho inca, los balbuceos como pintas en la pared. El resultado fue una sopa teóloga rancia que rompe placas recordatorias porque no tiene más que ofrecer, solo destruir.

Fernández ya renunció al partido Somos Perú, el principal responsable político que le debe una disculpas a la ciudad. Aplazó su suspensión del cargo de la municipalidad tras recibir una sentencia condenatoria ratificada en segunda instancia. El alcalde renunció a gobernar la ciudad cuando creyó que la campaña continuaba. Los trujillanos pueden ser huachafos, pero no idiotas.