Intenté ver la sesión del Congreso a la que llamaron “debate” de la moción de censura al exministro Carlos Gallardo y quedé muy impresionado. La práctica parlamentaria obliga a los congresistas a dirigirse a la presidenta para esgrimir sus argumentos y explicar su posición en el tema. Pese a tener micrófono todos intervienen gritándole a la presidenta del Congreso, bajo la presunción de que si levantan la voz su argumento valdrá más. Varios congresistas se aluden despectivamente y si alguno reacciona pidiendo el retiro de lo dicho, el ritual de retiro es del tipo “retiro lo dicho, pero sigo pensando igual”.

Me impresiona sobremanera el hecho que casi ningún congresista presta atención a lo que dicen los otros. Cada uno parece hablar para inflar su ego escuchándose a sí mismo, con discursos absolutamente predecibles en función del partido al que pertenecen. También me sorprendió la inutilidad del “debate”, ya que ningún congresista recogía algún aporte de un colega para integrar y enriquecer argumentos de modo colaborativo. Tampoco encontré alguno que expresara un intento conciliador, buscando puntos de encuentro entre las diversas posturas en juego, o que agradeciera a un colega haber dicho algo interesante.

No dejaba de pensar en qué concepto de ciudadanía y construcción democrática imaginan con libretos que giran en torno a “yo estoy bien y tú estás mal”, que es la postura usual en los fanáticos entre los cuales no hay diálogo posible.

Les preguntaría a los congresistas, si sus hijos aprendieran a actuar así en el colegio, ¿sentirían que están siendo bien educados?