“Me voy llevando el nombre de mi tierra como norte. Nací como arequipeño, vivo como arequipeño y moriré como arequipeño”, dijo emocionado Alberto Vargas cuando el alcalde de Arequipa José García Calderón le entregó la Medalla de Oro de la ciudad el 4 de octubre de 1958 en una ceremonia especial llevada a cabo en el Salón Consistorial del Concejo Provincial, cuando el artista visitó su tierra por única y última vez.
Joaquín Alberto Vargas y Chávez nació en Arequipa el 9 de febrero de 1896, el segundo de siete hermanos, cuyo padre fue el famoso fotógrafo arequipeño Max T. Vargas; y es fácil imaginar que el pequeño Alberto creció entre cámaras fotográficas y negativos, correteando en el famoso estudio fotográfico que quedaba en los altos de una vieja casona en la primera cuadra de la calle Mercaderes.
Su vida
A los 16 años, junto a su hermano mayor Maximiliano Jr., es enviado por su padre a Suiza para que estudien el arte de la fotografía; pero unos años más tarde estalla la Primera Guerra Mundial, así que don Max les pide a sus hijos que regresen de inmediato. Toman un buque que hizo escala en Nueva York por unos días y es allí donde el joven Alberto queda maravillado por la ciudad de los rascacielos y por la sutil belleza de las rubias americanas.
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Alberto decide quedarse como siguiendo sus instintos y es entonces que conoce las noches de bohemia en los teatros newyorkinos donde bailarinas en lencería transparente deleitaban a los hombres ávidos de explorar la sexualidad femenina en tiempos de restricciones y tabúes. Así es que conoce a las coristas de la compañía Ziegfeld Follies y queda prendado de su belleza y ofrece sus servicios a la compañía para realizar los carteles publicitarios que se colocaban en el vestíbulo del teatro Amsterdam de Nueva York.
En 1930 se casa con una de las más hermosas bailarinas de la compañía, Anna Mae Clift en un momento crítico para los Estados Unidos por la Gran Depresión; y es así que deciden buscar nuevos horizontes en el otro extremo del país. Recaen en la meca del cine, Hollywood, y es allí donde consigue trabajo en los estudios de 20th Century Fox y Warner Bros para hacer los afiches y los retratos de las grandes estrellas del cine como Marilyn Monroe, Greta Garbo o Ava Gardner.
No la pasó muy bien, por los bajos sueldos y la explotación a la que era sometido, así que deciden volver a Nueva York y es entonces que conoce al editor de la revista Esquire que necesitaba un dibujante de chicas y Alberto calzó como anillo al dedo; y desde su primera publicación, miles de lectores quedaron maravillados por la belleza de sus ilustraciones, y las bautizaron como las Chicas Vargas.
Su arte
Los norteamericanos enloquecieron con el arte del arequipeño, para entonces ya había estallado la Segunda Guerra Mundial y los soldados se llevaban la revista para disfrutar del encanto y la sensualidad de aquellas mujeres semidesnudas; algunos soldados se tatuaban las chicas en sus brazos y hasta pintaron algunas en los fuselajes de los bombarderos.
Tuvo algunos problemas judiciales con la revista Esquire por cuestiones de derechos sobre sus dibujos, cuando en 1953 el astuto Hugh Hefner, dueño de la famosa revista Playboy, lo llamó desde Chicago para hacerle una jugosa oferta; pues la fama del arequipeño ya había crecido de manera exponencial, así que se convirtió en el gran jale de la revista. Allí trabajó por más de 20 años, publicando mensualmente una de sus hermosas chicas.
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Había llegado a la cima de su carrera, convirtiéndose en uno de los artistas mejor cotizados de los Estados Unidos, llegando, incluso, a ser miembro honorario del jurado del Concurso de Belleza Miss Universo. Sin embargo, tenía pendiente una promesa, volver a su amada tierra a comer buñuelos a Tingo; y ese sueño se convirtió realidad el 29 de noviembre de 1958, cuando llegó junto a su esposa Anna Mae y fue recibido en el aeropuerto con el cariño que se merecía.
Alberto Vargas se quedó 7 días en Arequipa, que aprovechó para inaugurar una exposición de sus obras en el Paraninfo de la Universidad Nacional de San Agustín, visitar la casa familiar, pasear por la campiña arequipeña, recibir una serie de homenajes y almuerzos; y dejar dos obras originales al Museo Municipal de Arequipa, que lastimosamente fueron robadas.