Estoy convencido de que si el poeta César Vallejo viviera en estos tiempos, sufriría el mismo rechazo virulento que sufre hoy el más grande novelista de nuestra historia, Mario Vargas Llosa, por parte de buena parte de los peruanos.
No nos olvidemos que César Vallejo se fue a Europa profundamente resentido del Perú, sin intención de regresar a este país que lo vio nacer y que le infligió uno de los mayores pesares de su existencia: una cárcel injusta en la ciudad de Trujillo, donde hizo sus estudios universitarios y se forjó como intelectual. Aún más, el gran deseo de Vallejo fue que sus restos, tras su muerte, permanezcan en París, y por eso aunque muchos hayan querido traerlo de regreso, su tumba permanece en la ciudad luz que tanto amó en vida.
Comunista como era, marxista como era, ya me imagino los epítetos que recibiría Vallejo de parte de la gran prensa y de los opinólogos de hoy, cada vez más reaccionarios y conservadores. No me extrañaría, en ese contexto, que a Vallejo le endilgaran el mote de “chavista” o “rojo resentido”. A lo mejor, si hubiese moderado su discurso, sería catalogado de “caviar” o “socialconfuso” en las redes sociales.
Por eso no me extraña lo que pasa con Vargas Llosa, el único escritor peruano que ha ganado los premios más importantes a los que pueda aspirar un hombre de letras, aun sacando de la lista al Nobel (una cima ya estratosférica). Los fujimoristas lo detestan, pero no solo ellos. Hay muchos peruanos que arden en llamas y experimentan retortijones cada vez que el novelista habla o asoma la cabeza por aquí. ¿Qué daño tremebundo nos hizo Vargas Llosa?, me pregunto. ¿Apoyar a uno o dos candidatos contrarios al fujimorismo? Eso hicimos muchos y no por eso vamos a ser cómplices de las fechorías ajenas. Dicen algunos tarados que nos hizo votar por corruptos. ¿Acaso él nos llevó a arrastrones a votar por alguien? En la vida elegimos siempre, y nuestras elecciones no siempre son afortunadas, caso contrario no existirían los divorcios, por ejemplo.
El odio a Vargas Llosa no lo afecta a él, al fin y al cabo, solo habla mal de nosotros, de nuestras taras y defectos seculares.