Orietta Brusa, la mítica maestra que partió
Orietta Brusa, la mítica maestra que partió

La justificación del ruego estudiantil por alargar el break parecía real:

-Profe, diez minutos es muy poco. No da tiempo para el puchito.

Miré entonces al estudiante y solté lo que consideré una ocurrencia súbita ante todos:

-¿Muy poco? Orietta lo hace en un minuto.

El salón de la clase estalló en risas. Ante los estudiantes del Taller de Redacción había utilizado un recurso fácil para soltar tensiones: invoqué el nombre de la docente más amada y odiada, del mito upeniano con acento italiano que no dejaba indiferente a nadie en la institución.

Delgadísima, con cara de pocos amigos, ojos verdes inquisidores y desconfiados, solía caminar hasta las afueras del campus de la Universidad Privada del Norte para fumarse el pucho de rigor con la misma naturalidad con que destrozaba a un estudiante por flojo o por obtuso. Ahí solía ser vista, en medio del humo del cigarrillo, siempre observada desde lejos y desde cerca por los estudiantes, con admiración, con miedo, con terror, con amor.

Brusa le cambió la vida a muchos, alcanzó aquello a lo que cualquier docente aspiraría: sacudir al estudiante de su propio marasmo y hacerlo pensar para vivir de verdad. Sus métodos, por supuesto, no eran precisamente ortodoxos, sino más bien chocantes. En el límite de lo permitido, aguijoneaba lo políticamente correcto.

Una mañana, en una clase que dictaba en la UPN a estudiantes de periodismo, vi las consecuencias que los métodos de Brusa podían llegar a generar. Pedí a una estudiante que pasara al frente para explicar un punto de la discusión sobre los géneros periodísticos. Pero ella se quedó inmóvil, no dijo nada, no hizo ni el amague de ponerse de pie. Tenía la cara compungida, horrorizada, como si le hubiese pedido que haga algo atroz o traumático. Y sí, lo era.

-Es que desde la otra vez, en la exposición con Brusa, no puedo. Le juro que no puedo.

No todos los estudiantes estaban preparados para sus medidas draconianas, para su severidad inquisidora, para esa extraña mezcla de sensibilidad maléfica. “No respeta, no puede ser tan grosera”, se quejaban algunas estudiantes. “No puede maltratar, eso no está bien”, pontificaban también algunos colegas docentes.

Y estaban también los otros, quienes se rendían ante su personalidad áspera, su honestidad brutal y amplísima cultura. “La amo”, me dijo otra estudiante. “A los vagos les cae mal o no les gusta, pero con ella aprendes un montón”, reponían otros más.

Orietta Brusa los retaba y desafiaba, les hacía quedar en ridículo, pero también les despertaba el bicho. No volvían a ser los mismos. Arte griego, surrealista, abstracto; cine culto que cachetea; música de Strauss y Rajmáninov o de Édith Piaf. Todo ello terminaba envolviendo a muchos, y por ello en estas últimas horas las muestras de cariño y agradecimiento no han cesado de parte de alumnos y exalumnos suyos.

No todos llegan al amor y entregan amor por las mismas vías. Y Brusa no era ortodoxa, ya se ha dicho. “Quiero más a mis gatos que a mis hijos”, solía decir al recordar la dura relación que tuvo con ellos y la enorme distancia que los separaba. “Gracias a Dios que no existe Dios”, repetía también en clara e irónica manifestación de su ateísmo.

Y amaba a los animales.

Y luchaba por la real liberación femenina, las exhortaba a que no piensen que nacieron para ser madres y casarse, sino para vivir y ser felices.

Ella lo era, a su manera, en esa soledad rodeada de sus queridos gatos, en esa vida que eligió, genuinamente suya, desde los noventa, cuando se autoexilió en Trujillo, alejada de su país natal ante el amenazante ascenso de Berlusconi. Y así eligió también partir de este mundo que tanto odió y amó.

“Muchas mañanas tengo ganas de salir de la cama como de hacerme monja. Odio la mañana. Luego, llego a clase y, aunque ustedes no lo crean, mi humor se vuelve solar. Me siento bien. Las caritas de mis alumnos son el Infagrow (sic) de mi vida”, escribió alguna vez en Facebook Orietta Brusa.

Hoy las caras de sus alumnos y de sus exalumnos, esas caras que la alimentaron tanto, lucen tristes pero agradecidas, infinitamente agradecidas. Y portando un cigarrillo humeante seguramente en su honor.

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