Las artes plásticas en la región central
Las artes plásticas en la región central

Manuel J. Baquerizo
Baldeón
(?) En la región central, actualmente, están en plena producción tres generaciones de artistas, que abarcan un período aproximado de medio siglo. La más antigua es la que integran Dámaso Casallo (1918), Hugo Orellana (1932), Alfredo Ayzanoa (1932), Alfredo Oré Quintana (1933) y Jesús Lindo (1934), entre otros más.
Esta promoción que vino a reemplazar a la conocida hermandad de pintores indigenistas de los años ?30 y ?40 (como Wenceslao Hinostroza, Miguel Núñez y Guillermo Guzmán Manzaneda), se caracteriza por haber roto en parte con los afanes nativistas y costumbristas de aquéllos y por su asimilación de algunas técnicas estéticas modernas. El movimiento ha tenido gran presencia en el escenario cultural de la región, desde los años ?50. Su labor creadora ha sido más individualizada y personal. Unos permanecieron en la localidad y otros emigraron, temporal o definitivamente, a Lima o al extranjero. Tal vez, debido a estas circunstancias, no tienen rasgos temáticos o estilísticos comunes, salvo el vago propósito de alejarse de la promoción anterior. Cada uno tiene un lenguaje y un modo particular de pintar. Hay quienes siguen todavía fieles a los preceptos del indigenismo, como Dámaso Casallo; y, otros que exploran nuevas dimensiones del arte, sin desechar, por cierto, la visión intimista, subjetiva y mitológica del hombre andino. Su figura más sobresaliente es, al respecto Hugo Orellana. El ha sido el primero en discutir los postulados del costumbrismo que prevalecía en el medio, sobre todo, la teoría del reflejo. Más que lo inmediato, lo superficial y lo externo, a Orellana le atrae el trasfondo de las cosas. Abstrae lo fundamental de la percepción sensorial y lo expresa con una severa economía de recursos figurativos. Para él la naturaleza antes que una representación es emoción y sentimiento. Lo que no debe entenderse como la huida de la realidad sino como la profundización en la belleza oculta de los objetos.
La pintura de Hugo Orellana (+) está siempre abierta a la universalidad. En su plástica se entrecruzan y se aproximan el arte europeo de vanguardia (con su exploración de los mundos interiores y las emociones puras) y la tradición milenaria de la cultura andina, notable por sus símbolos y contenidos míticos.
Otro destacado artista es Jesús Lindo, quien por fortuna ha vuelto a retomar los pinceles, después de consagrar largos años a la docencia. Es un pintor que, no obstante, seguir ligado al arte popular y a la tradición andina, pone mucho énfasis en la composición formal, en el manejo académico de los colores y en el más prolijo trabajo estético. Su tema predilecto es el paisaje, que sabe tratar con depurado rigor clásico, inusual profundidad y gran riqueza de colorido.
En los ?70 apareció una nueva promoción de artistas nacidos durante la Segunda Guerra Mundial, integrada entre otros por Florencio Cabrera Mayo (1942), Jorge Estrella (1942), Fernando Pomalaza (1943), Emilio Mantari (1943), Raúl Rutti (1943), Juan de Dios Kawashima (1945), Ernesto Gutiérrez (1944), Josué Sánchez (1945), David Huaytalla (1945), Efraín Rivera (1945), Mario Villalva (1945), Jorge Vega (1947), Oswaldo Higuchi (1948) y Walter Carreño (1949). En su gran mayoría son egresados de la Escuela Superior de Bellas Artes; algunos proceden de la Escuela de Artes de Huancayo; y, los menos, son autodidactas.
Esta generación se distingue por un mejor conocimiento de las nuevas corrientes del arte universal, cuyos hallazgos aprovecha, al mismo tiempo que se nutre de la tradición pre-hispánica y de las fuentes del arte popular contemporáneo, pero sin repetir los viejos estereotipos indigenistas. Para estos autores, la pintura es ?tomando una expresión de Braque- "un hecho pictórico antes que cultural". Con esta promoción se hace presente una estética que podría llamarse andina, porque busca su inspiración en los tejidos, en la cerámica y en los mates burilados. En lo que tuvo mucho que ver el magisterio del pintor Apurímak.
La pintura actual del valle del Mantaro es así una continuidad del arte pre-hispánico y del arte popular de la Colonia. Representa, como diría Martha Traba, "la tradición de lo nacional".
La generación que está en su máximo apogeo discurre entre dos vertientes: una andina y otra universal y cosmopolita. Algunos de sus miembros han migrado al extranjero (como Gutiérrez y Pomalaza a EE. UU.; Kawashima a Francia; y Rutti a Alemania) y otros a la capital del país (como Higuchi y Huaytalla).
La vertiente andina está representada por Josué Sánchez, Mario Villalva, Florencio Cabrera y Jorge Vega. Josué Sánchez, el más conocido de todos, se apoya fundamentalmente en la técnica de los artesanos. En sus lienzos y murales, trabajados en acrílico, aprovecha los diseños y colores de los tejidos, la composición totalizadora y la secuencia narrativa de los mates burilados, así como la visión fantasiosa de las creencias, supersticiones y mitos del mundo andino. Podría decirse que su pintura es una celebración lírica de la naturaleza y de la vida primordial, donde los hombres desenvuelven su existencia en relación permanente con las plantas, los animales y el paisaje siempre inalterable e infinito. Es una pintura que exalta la vida colectiva, el trabajo, el juego y las fiestas rituales.
Florentino Cabrera es el retratista por antonomasia de la mujer andina. Ningún otro autor que sepamos ha pintado con tanta pasión la belleza de la mujer campesina. Habría que remitirse a la iconografía huarochirana de Milner Cajahuaringa o a los retratos de Luis Palao sobre hombres y mujeres del Cuzco para encontrar a un biógrafo feminista de parecida vocación. Cabrera Mayo exhibe singulares dotes de fisonomista que, de acuerdo con Denis Diderot, es la facultad que mejor permite expresar los sentimientos del alma humana.
Mario Villalva, de origen artesano, capta en sus óleos el humor, la picardía, el erotismo y la mueca grotesca del mestizo semi-urbano; mientras Jorge Vega se singulariza por el empleo de la arcilla y los tintes naturales (los ocres y los sepias) en una feliz integración de las imágenes andinas con su propia materia.
La vertiente moderna y cosmopolita está representada por Fernando Pomalaza, Ernesto Gutiérrez y Oswaldo Higuchi. El primero hace del collage una suerte de transposición estilística de la mezcla de culturas, del vertiginoso nomadismo y de las incesantes novedades que caracterizan al mundo de hoy, cuyo resultado es una pintura sin rostro, sin historia y sin identidad. Lo que el autor persigue es transformar la materia en su contenido y en su forma física, para darle una dimensión estética; ficcionaliza la materialidad del objeto, a fin de obtener un efecto pictórico, o sea, la belleza en sí. Esta pintura reflejaría la realidad del hombre desarraigado, dividido y no situado, compuesta por eso de imágenes rotas que hay que conciliar e integrar.
Ernesto Gutiérrez, de vuelta ya del arte abstracto, elabora una pintura figurativa de tipo cubista, pero nutriéndose también, como otros autores de su misma generación, del arte pre-hispánico y de la tradición popular, a la vez que se inspira en los grandes maestros europeos, como Cezanne y Gauguin. Higuchi, por su parte, indaga en la vida interior, con un fuerte impulso vital y lleno de colorido. El es un artista que rehúye las formas fáciles de significar lo real; sus pinturas prescinden por completo de toda descripción. Trasciende todas las escuelas, modas y tendencias.
En escultura, tenemos a Raúl Rutti, quien ha pasado de un estilo figurativo y nativista (donde predominaban los motivos cercanos a su entorno familiar y rural) a otro más imaginativo, creador y libre. Trabaja principalmente en metal, siempre en un giro de indagación formal.
En los últimos años ha surgido una nueva promoción de artistas que apuntan decididamente hacia el arte universal y cosmopolita, como el ya citado Pomalaza. Lo que mejor define a esta nueva hornada de artistas es que dirigen su mirada al mundo entero, sin renunciar por eso a la identidad andina. Sus creaciones se abren a todos los vientos y no por eso dejamos de sentirlos como nuestros. Dado que proceden del mismo lugar, no necesitan rubricar sus trabajos con indicadores geográficos, folklóricos o etnológicos, para expresar su pertenencia a la región o al país. Ellos están lejos del viejo realismo que se limitaba a la descripción superficial de las cosas. En sus pinturas se transfigura la vida, se reinventa el mundo y la realidad plástica se justifica por sí misma.
Estos artistas se mueven con más libertad y pueden aprovechar mejor todos los aportes y descubrimientos del siglo. Por eso, resulta difícil fijar y determinar en sus obras las fronteras entre lo figurativo y lo abstracto, entre lo moderno y lo tradicional. Lo que importa ya no son los postulados y las fórmulas sino su aptitud creadora y el resultado final. De allí que estos artistas ya no tengan interés en adscribirse a una determinada corriente. Cada autor inventa o propone su propia línea de trabajo y su código personal. Ellos conceden más importancia a la imaginación y a la fantasía y, sobre todo, al descubrimiento de la dimensión oculta y contradictoria del alma humana. Y, cuando exploran el imaginario andino, lo hacen buscando revelar el sustrato mítico y la visión cósmica de raíz pre-hispánica. Esto explica que el arte en el valle del Mantaro sea ahora más rico y complejo, con una gran diversidad de lenguajes, técnicas y formas que no tuvieron las escuelas realista, costumbrista e indigenista.
La escultura tiene en Margarita Caballero a una de sus mejores representantes. Ella, que hoy radica en Francia, combina el arte primitivo de la alfarería con las técnicas más depuradas de la escultura moderna. Su materia privilegiada es la arcilla y su forma de representar la figura humana totalmente anti convencional. Margarita Caballero no describe ni contempla a sus personajes: los interroga, los inquiere y los desnuda. Por eso, sus esculturas reflejan casi siempre una impresionante carga emotiva y existencial. Lo declara la misma escultura: "La figura humana es, a mi modo de ver, la que concentra más riqueza de expresión, de emoción, de herencia y de vida."
Miquer Rivera Santiváñez, de regreso ya de Alemania, cultiva una pintura poblada de seres mitológicos, demoníacos y otros engendros. En sus telas pueden hallarse ostensibles rasgos de lo grotesco, es decir, ese tipo de arte que se caracteriza por la mezcla de lo animal, lo humano y lo monstruoso, cuyas reminiscencias de Goya, Bosch, Bruguel son harto visibles.
Adolfo Ramos, en cambio, practica una pintura geométrica, de planos en profundidad y de colores luminosos. Soledad Sánchez y Aldo Bonilla trabajan esculturas en madera, cultivan la cerámica e incursionan también en las instalaciones.
Las artistas más jóvenes son Ana María Ávila (1970) y Alicia Lazo (1973), quienes tienden hacia un arte más inventivo y creador. Ávila traduce en imágenes desgarradas y sombrías la violencia y la muerte; y Lazo cultiva el retrato, género poco frecuentado en la región, al par que ejecuta trabajos al óleo, henchidos de imaginación y poesía.
Como comprenderán, ésta no es sino una reseña escueta y muy apretada de la riquísima y variada producción artística de la región central del país. No hemos querido dar una relación exhaustiva de autores, por las limitaciones de tiempo de este conversatorio, sino solamente dar algunos ejemplos ilustrativos. Por ello, hemos omitido otros nombres, igualmente valiosos y significativos.