A los seis años me ponía frente al espejo y dirigía, sin saber lo que era. En la primaria tocábamos la flauta dulce, y yo cogía el palito que sirve para limpiarla por dentro y me ponía a seguir la música.

No había nada espectacular en lo que Karajan hacía, pero algo en él me llamó la atención. A los doce años, mirando un video de Herbert von Karajan –excepcional maestro austriaco- me quedé absolutamente impresionado. Lo que más me atrajo de él fue su carisma, su poder. Incluso cuando ya estaba enfermo, por el año 1987, no movía mucho la cabeza pero sí los ojos.

De niño empecé a escuchar a Chopin y Tchaikovsky. No, eso no es normal en Italia. Menos en Parma –donde nació hace 39 años-. Como aquí. Y ahora menos que nunca. Lo cierto es que mi formación musical empezó a los siete años porque mi escuela primaria tenía un maestro de música que, además de enseñarnos a tocar instrumentos, también dirigía el coro de niños, del cual también formé parte. A los diez años estudié pianoforte y luego decidí que quería ser director.

Cuando te gusta la música, dedicarse a ella no es algo que decides hacer, es algo que necesitas. Para mí la música siempre ha sido algo natural. Cuando mis padres me preguntaron si me interesaba estudiar en el conservatorio, porque el maestro de coro les había dicho que tenía posibilidades, a mí me sonó extraño porque nunca había pensado en la música como algo que se puede estudiar, y esto es extraño que lo diga ahora siendo director. Pero para un niño como yo era como comer todos los días.

Ahora en mi cabeza suena... La verdad es que estoy intentando entender qué música sale de los parlantes del lobby del hotel. Cuando estoy solo, tratando de dormir, empiezo a pensar en los pasajes del concierto de turno y lo que no salió bien en el ensayo. Pero estoy tratando de aprender a relajarme porque es absolutamente necesario. Pensar durante veinticuatro horas sobre algo no hará que salga mejor. Por el contrario, si te relajas, esos pensamientos fluirán mejor al retomarlos.

Necesito percibir el sonido como si saliera de mi brazo. En una ópera, si los músicos siguen a los cantantes es casi una anarquía. El tiempo no es constante. Por eso la orquesta tiene que seguir la batuta e ir con el director, quien tiene la función de conectar el foso con el escenario. En Otelo –ópera que se presentará el 21 de septiembre en el Teatro Municipal- , entre los músicos de la orquesta, el coro y los artistas principales son casi 150 las personas en escena.

Cuando llego al final de Otelo quiero empezar otra vez. Es una ópera muy intensa. No tengo una parte favorita, porque es como un círculo. Cuando Otelo agoniza, después de él mismo haber matado a Desdémona, le repite la misma frase con la que se enamoraron: "Un bacio, un bacio ancora" (Un beso, un beso más). La historia de amor que empezó con estas palabras termina con las mismas en tragedia. Es alucinante, se me pone la piel de gallina.

En la función no hay tiempo para emocionarse. Porque lo que se necesita es mucho control. Porque en cualquier momento puede pasar algo, el cantante se puede equivocar, con veinte kilos de vestuario le puede faltar el aire o necesitar un poco más de tiempo para entrar, y hay que estar listo para resolver cualquier percance. Por eso la orquesta siempre debe seguirme. Digamos que es emocionante, pero de otra forma.

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