La curiosidad, esa necesidad irresistible de aprender algo nuevo, es uno de los motores más importantes del aprendizaje. Un estudio del 2018 que incluyó a 6,200 niños de kindergarten, encontró una fuerte correlación entre el éxito en aprendizajes de matemática y lectura en los niños más curiosos (). Incluso tomando en cuenta diferencias socioeconómicas, la curiosidad es un predictor sólido. Además, los niños distraídos pero curiosos avanzaban más que quienes tenían menos curiosidad.

A pesar del enorme impacto de la curiosidad en el aprendizaje, en los sistemas tradicionales educativos se le da muy poca importancia. Al priorizar “resultados” (en pruebas estandarizadas), en vez de aprendizaje significativo (que es más lento, pero se construye con mucha más solidez), vamos acallando nuestra curiosidad desde pequeños.

Constance Kamii, alumna de Jean Piaget, padre del socio-constructivismo, desarrolló un currículo de matemáticas en donde a los niños de cuarto de primaria, no les enseñaban más algoritmos; sino que los animaban a “inventar sus propios procedimientos.” Kamii reconoce que se necesita mucho más tiempo y paciencia para acompañar en el descubrimiento matemático a los niños de esta manera. Sin embargo, señala que “Cuando le preguntamos a niños de 4º de primaria por qué trabajan de izquierda a derecha en la división larga, pero no en la adición, resta o multiplicación, responden que no lo saben, pero igual lo hacen porque siguen las reglas del profesor. Esta obediencia ciega es lo opuesto al pensamiento crítico” ( ly/2Z82hgX).

Para despertar la curiosidad, tenemos que centrarnos en el proceso de aprendizaje del niño. Como señala otra gran alumna de Piaget, Eleanor Duckworth, en vez de enfocarnos en qué queremos enseñarles a los niños,

sintonicemos con cómo están aprendiendo ellos ( ).

Para ello, debemos ejercitar una profunda empatía con los pequeños y, sobre todo, despertar nuestra propia curiosidad sobre sus procesos mentales y emocionales.

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