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La maternidad es una de las principales formas en que se experimenta la gratuidad del amor. Como hace unos años dijo el papa Francisco: “Los hijos son amados antes de que lleguen… antes de haber hecho algo para merecerlo”, “se ama a un hijo porque es hijo, no porque es hermoso o porque es de una u otra manera, sino porque es hijo” (Catequesis, 11.II.2015). No en vano Dios pone como ejemplo el amor materno cuando quiere expresar de modo humano el amor incondicional que Él tiene por los hombres. Dice: “¿Acaso una madre puede olvidar a su niño de pecho, no compadecerse del hijo de sus entrañas?” (Is 49,15). La madre ayuda a sus hijos a crecer, fomenta en ellos grandes ideales y los acompaña a lo largo de toda la vida, tanto con sus consejos y palabras de aliento como estando a su lado y sosteniéndolos cuando les toca afrontar dificultades y sufrimientos.

Lamentablemente, desde hace un tiempo la maternidad está como devaluada a causa de la crisis de la verdad sobre el ser humano por la que el mundo viene atravesando y por ciertas corrientes ideológicas que pretenden hacer creer a las mujeres que el único modo de realizarse como personas es negándose a la maternidad o limitándola lo máximo posible. Gracias a Dios, todavía existen no pocas mamás que “son el antídoto más fuerte ante la difusión del individualismo egoísta” y “testimonian la belleza de la vida” (Francisco, Catequesis, 7.I.2015). A ellas quisiera agradecerles en este Día de la Madre por hacernos presente la hermosura de la maternidad no solo cuando tienen la barriguita grande por el niño que llevan en su seno, sino también cuando están un poco subidas de peso por el postparto, algo desarregladas por haber estado jugando con los niños o con esas benditas arrugas que ponen de manifiesto la entrega de toda una vida al esposo y a los hijos. ¡Gracias, mamás, que Dios las bendiga siempre!