En reciente visita a funcionarios educativos de Ontario escuché algo que era casi un calco de lo que escuché el año pasado en Finlandia y Suecia, que se oye repetir también cuando se alude a países como Singapur, Corea del Sur, Taiwán, Israel, Croacia, República Checa, Estonia, Australia, Nueva Zelanda, Irlanda, y tantos otros países jóvenes que han dado saltos notables en sus logros educativos escolares y universitarios: hasta los años 50 éramos un país de agricultores, poco industrializados y tecnificados. Luego, el Gobierno -en los casos asiáticos de modo muy totalitario y en los otros por acuerdos políticos post 2da Guerra Mundial o post disolución del mundo comunista- decidió hacer una transformación industrial, basada en un fuerte impulso a la educación para cultivar los cerebros creativos de su población y promover el desarrollo de ciencia, tecnología, investigación y patentes. Con ello, salir de la dependencia hacia las materias primas y levantar el PBI apostando por el valor agregado a sus bienes y servicios. El resultado está a la vista.
Curiosamente, ningún país de América Latina se atrevió a hacer algo similar. Seguimos anclados en el modelo heredado desde la independencia, el que a su vez fue una continuación del que dejaron los colonizadores españoles e ingleses por estas tierras. Nunca rompimos con el pasado y eso nos mantendrá en la retaguardia de la educación mundial, mientras no declaremos nuestra independencia mental y de los complejos de inferioridad, pasando a confiar en nuestras capacidades para hacer las cosas bien, sin copiar ni depender de los demás.